miércoles, 6 de marzo de 2019

Carta abierta a Gabriel Pantoja

Manuel Ignacio Moyano



Querido Gabriel,

necesité escribirte esta carta cuando terminé de leer “Géminis”, tu segundo libro de poesía, porque me leí entrecortado en esos versos y lloré. Esto fue el viernes 12 de octubre de 2018, yo estaba en Córdoba y viajaba en un colectivo urbano. Ahí mismo, a las 12 del mediodía, levanté la mirada de las últimas palabras que escribiste, miré por la ventana y vi la gente pasar. Iba por la General Paz cuando cruza el Patio Olmos. Los transeúntes que yo miraba con una lágrima en el párpado a punto de caer, solamente pasaban. Abrí entonces la última hoja de tu libro, esa donde están los datos de la impresión, y escribí cuando frenamos en un semáforo: Querido Gabriel, necesité escribirte esta carta cuando terminé de leer “Géminis”, tu segundo libro de poesía, porque me leí entrecortado en esos versos y lloré. Estoy sentado en un bar de Chacarita, Buenos Aires, es lunes y son las 6 de la tarde, llevo un cuaderno, una lapicera y una lágrima en el párpado a punto de caer, también tengo “Crack”, el primero de tus libros. También lo leí. Y también necesité escribirte esta carta que te leo ahora, en voz alta, en el set de grabación de la radio en la cual hablo. Y todavía estoy en Córdoba, y también sigo en este bar porteño, y también hablo acá, en esta radio, escuchando mi voz resonar. Pero, ¿sabés qué, Gabriel? En realidad no estoy en ninguno de esos lugares. Estoy en tu libro: el lugar que me hizo llorar. No, no es una identificación. Yo no escribí tu libro, solamente soy tu lector. Entonces, ¿por qué estoy ahí? Creo que todo esto se debe a que me escuchaste leyendo cuando escribías. Sí, Gabriel, sos de esa estirpe que cuando escribe escucha al que lee. La que suspende las palabras para dejarlas resonar. Porque leerte es escuchar, ¿qué?, el hueco entre lo que escribís y lo que resuena, el hueco entre la palabra y el ruido, el hueco que le da eco al ruido de la palabra. Bueno, ahí me metí yo para escuchar. No. Ahí me metiste vos para escucharme leyéndote. Lo mismo hiciste en tu primer libro, que es la consecuencia natural del segundo porque si “Géminis” es un signo, “Crack” es el ruido en que se quiebra todo signo. Y ahí estoy yo, entre tus dos libros, sentado en el bar. Pero no quiero marearte. Lo digo más fácil entonces: cuando en “Géminis” escribiste “li”, yo dije “mon”, y habiéndome escuchado entrar en tu trampa, escribiste entonces “li” arriba y “mon” abajo. ¿Quién iba a decir que estabas viendo al mozo cortar el limón que me trajo con el tesito que pedí desde la barra de ese bar en Chacarita? Te cito a vos:

li
mon
esfera ácida.
redonda pasta
que te abrís
jugosa, en pequeños
gajos traslúcidos.

¿Y quién iba a decir que en el origen de todo estaba el limón cortado? Te cito de nuevo:

si tuviera que aceptar la causa
y denunciar al culpable
y señalar el origen
de todas las cosas
como quien habla o dice
mundo

yo diría

fue el limón

De modo que ahí estaba yo, viendo al mozo cortar el limón en el bar, prepararme un tesito y con tu libro entre las manos, leyéndome en medio de la palabra li/món, que una lágrima me nació y se balanceó en el párpado para dictarme este inicio: Querido Gabriel, necesité escribirte esta carta cuando terminé de leer “Géminis”, tu segundo libro de poesía, porque me leí entrecortado en esos versos y lloré. De modo que acá estoy en la radio tratando de entender por qué no me duele estar atravesado por esos cortes donde me leí. De modo que entonces me viene la gente pasando por la ventanilla del colectivo cordobés y me digo que entre los cortes de cuchillo hay algo que pasa y pasa y pasa, como el 33 del que hablás en “Crack”, ese bondi que va y viene pasando siempre por las mismas paradas. De modo que entre los cortes está el pasar que cura, el ir y venir, donde se cortan las palabras y los limones: ahí estoy yo, viendo la gente pasar por la ventanilla, esperando el tesito con limón, leyendo en voz alta y radial esta carta y tu poesía. Me imagino entonces el limonero real y un pequeño “crack”, alguien arrancó un limón. Me imagino entonces a alguien llevarlo a una bolsa. Me imagino dejarlo en un camión que atraviesa el país. Me imagino el camión llevando ese limón a una verdulería (el resto, acordate, se los exportamos a Estados Unidos). Me imagino el limón en las manos de la verdulera. Veo el mozo agarrando el limón recién comprado con la mano izquierda, colocarlo abajo del cuchillo que sostiene con la otra mano, mover el cuchillo hacia abajo en líneas oblicuas que van para adelante y para atrás y crack, el golpe del cuchillo sobre la tabla de cortar. Y entonces te cito:


hay un limón
sobre la mesa
como si hubiera
pensado.

¿Viste que una gota de limón pesa lo mismo que una lágrima en el párpado? De modo que mis ojos y el limón terminan iguales: cortados y borboteando un jugo liviano, como si hubieran pensado. Porque sí, Gabriel, tu escritura es cortante pero liviana, hace pasar las palabras como transeúntes que van y vienen para una mirada apoyada en la ventanilla de un bondi que se frena un minuto en el centro cordobés. De modo que Córdoba y Buenos Aires terminan igual de cortadas mientras la gente va y viene llevando limones y libros. Se le dice “dos-centrarse”: partirse en dos para ir de una mitad a la otra, ida y vuelta. O ser, como decís en “Crack”, un “animal repetido”. Y pienso entonces en mi voz repitiendo en esta radio la carta que empecé a escribir en el fondo de tu libro y siento que de fondo todo es como ese bondi que cuando te lo tomás para ir, está volviendo, cuando te lo tomás para volver, está yendo. Todo va y viene, porque como dijo alguien, “el futuro ya fue”, como el punto.seguido.que.es.punto.y.sigue, o como ese río en el que nadie se baña dos veces porque nunca es el mismo y se sigue llamando, como decís en “Géminis”, “río Li”, o como ese hombre que, como decís en “Crack”, se “despierta en un animal que escribe.” Y cuando leo “animal que escribe” grito “¡cavernícolas!”, acá en el bondi, acá en el bar, acá en la radio. Y se me ocurre que podríamos encontrarnos no solo en tu libro, sino también en todas las cavernas del mundo y dejarle poemitas escritos en las paredes para el futuro, o sea, para los animales que vienen después de nuestra humanidad, para que cuando vean esas escrituras griten “¡jeroglíficos!”, hasta podríamos pedir una beca al Fondo Nacional de las Artes, pero se me hace que es una idea muy costosa y nadie nos daría pelota. Entonces pienso que documentar la escena de nuestro encuentro debería ser una tarea del futuro entero, aunque como el futuro ya fue, tengo una idea mejor: se me ocurre que podríamos ir a las sierras cordobesas, juntar todas pero todas las piedras que encontremos, y escribir dibujitos y poemitas en ellas para después tirarlas lejos y dejar que se pierdan en ese animal futuro que ahora nos lee tomando un te-s-cito con limón y grita “¡humanos!”. Y la lágrima, Gabriel, todavía sigue cayendo.

Un gran abrazo, querido amigo,

desde acá, tu libro, Manuel.

Leída en el programa de radio Caravana Perra.