miércoles, 18 de agosto de 2021

La Meloni. Posfacio a la transgresión

 Manuel Ignacio Moyano


La cultura mediática —la de la web— no legará ruinas.

Jorge Baron Biza, Escándalo y crítica. La grasa y la corrupción como categorías estéticas del cuerpo




Hay una rudimentaria praxis donde confluyen tres técnicas: de la historia, la guerra y el arte. Me refiero a la invención de ruinas: en esta confluyen la herencia, la tradición y la traición, la conservación, la invención y la destrucción. 

Paseo por el espacio virtual que la Meloni deja en su Instagram, eficaz testigo de su labor. Tenemos así la Disgrafía para un solo caracter. Hoces sobre pared (2018), donde esas herramientas hoy anacrónicas cuelgan y dicen: tiempo, manualidad. También una línea demarcada sobre la arena en la región Maule de Chile, en la que con un ladrillo improvisado atado a su pie derecho se marca lo que va a desaparecer en pocos días: la propia huella. Una ducha en que vestida solamente con alas de ángel y embarrada de la cintura para abajo, en 2009, queda anclada en una imagen fotográfica (con un gesto: las manos sobre la cara, tapando los ojos, refregando bajo el agua la suciedad). Un vídeo en la Plaza Seminario en Ciudad de México. Barre, descalza, rastros de cortezas y sus compañeros Brandon Sebastián Yerena Ramírez (en el tambor) y Miguel Ángel Rosas Blanco (en danza), del grupo Tezcamictlán, bailan su danza tradicional frente al Templo Mayor (2020). No solo barre; barriendo dibuja la sombra gigante del bailarín y su escenografía-vestuario (plumas, pulseras, etc.). Son situaciones hechas para desaparecer. ¿Cuál otra es su materialidad sino la transgresión de la situación que la confirma como lo que es: tiempo sin historia? Quizás ahí esté lo esencial de eso que ya no se sabe qué designa y llamamos “performance”, tiempo sin historia.

También abro el sitio https://mihojitadenenufar.blogspot.com/ y me encuentro con más situaciones. Otra vez Ciudad de México, Barro: escritura inestable (2019), donde a partir de un proceso colaborativo con un grupo de barrenderas y barrenderos de la Ciudad se presentó una acción colectiva en la plaza del Monumento a la Revolución. En ella, cada cual escribió el nombre más importante para sus vidas, usando tierra y sus escobas como material. Todo hecho de manualidades, y erosión. Todo para borrarse. Escrituras efímeras. Hay mucho más en esa línea. Tanto más como: palabras armadas con ramitas colgando de hilos, paredes caladas, carteles de neón con definiciones trascendentales (“el arte es una irregularidad de la violencia”), hoces dibujadas con la escoba y la tierra en una performance dirigida a ensuciar y limpiar todo para los ojos de galería de arte que miran y miran; y también muchas más situaciones —casi toda una vida. ¿Dónde estamos? Bueno, quizás en el cruce justo entre una temporalidad inasible, el instante, y marcas inútiles, de obsolescencia inmediata, hechas para desaparecer rápidamente.

Bien. 

Hay un nombre que vía paterna refulge cada vez en el trabajo de Meloni: Georges Bataille. 

Los libros del filósofo francés son libros que Meloni reinventa una y otra vez en muchísimas de sus performances, en sus imágenes y en sus escrituras. Por eso se topa con Natalia Lorio, batailleana, y epistolarmente arman el Libro Párpado (Borde Perdido, 2019). Ahí, alternadamente —en la única gimnasia que no descansa durante la vigilia: parpadear—, una y otra se entrecruzan de piernas para escribirse lo que pueden (insistencias reflexivas, caligrafías que reducen la escritura a su grado más bajo y táctil, el caligráfico, otras insistencias reflexivas) con el único deseo de dejarnos en un espacio sin lugar: el instante en que un ojo se abre y se cierra, la noche en el día, el silencio en las palabras, “todo en nada”, o, de manera fundamental, el ojo después de la mirada. Sí, “párpado” es un espacio que no existe, es el himen de la mirada, un momento epidérmico (de piel) que ciega y lubrica, para dejarnos ver el hueco donde desde atrás de la mirada cada ojo es una piedra incrustada en una carcajada: la de la calavera. Así las cosas, así la Meloni y la Lorio, así el Libro Párpado, que toca lo que todos los libros son: párpados que no devuelven la mirada como el espejo, sino el hueco bobo y ciego donde la noche puede hacerse en el día, donde quien lee es leída, donde a cada leída, las piernas se descruzan y vuelven a hacerlo debajo de la mesa de lectura para que el ojo asome, como El origen del mundo, por un instante absoluto. Básicamente: para que sea después de la mirada. Y para que sea ese espacio imposible, acuoso, fulgente; el instante obsceno, fuera de lugar, fuera de escena, el instante de bajos instintos. 

Bueno. 

Entre los últimos trabajos de la Meloni, después del cruce con Lorio, aparece una performance llevada a cabo en la Bienal de Perfomance 2019 en la galería El gran vidrio (Córdoba). Durante alrededor de 30 minutos, ella toma un objeto de yeso entre sus manos (un toro, o sea, un “adorno” producido en serie a baja escala) y lo lija y lija sin parar. Esta vez, retoma un vestuario que le da cierto aire de “torera”, algo que vimos en performances como Prólogo (2018), en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y las realizadas en las plazas de Ciudad de México, y avanza entonces con diferentes ritmos ante la mirada circular del público en una misma acción repetida que se vuelve estrictamente temporal: lijar, lijar obsesivamente ese toro de yeso que sostiene como un bebé entre sus brazos, repitiendo esa acción madre en medio de poses de torera, ritmos diferenciales en el lijado, golpes que resuenan en la galería, pequeños pasos irónicos que emulan el esquive de la tauromaquia, todo para crear una atmósfera astringente, secante, que levanta polvillo hasta volver alérgica la situación, difícil de seguir con los ojos abiertos, haciendo necesario el parpadeo. Al final, deja el toro de yeso mitad lijado en el centro del espacio. Nace así la serie de Objetos de yeso lijados a mano (2019-2021).

En otro orden de cosas, 1963. Foucault escribe su Prefacio a la transgresión, en homenaje a Bataille. Nos enseña que la transgresión es una relación en espiral con el límite, no su oposición, y que no niega sino afirma nada, porque señala de un solo golpe el límite y lo ilimitado.

Entonces, 2020-2021: la transgresión, todavía hoy. ¿Por qué? Leamos esos objetos de yeso lijados a mano. Se trata de figuras (animales e íconos religiosos en su mayoría) en las que el paso del tiempo se acelera con la lija en mano de Meloni, y así se erosiona su moldeado y los colores con que cada figura fue producida con ánimos representativos a través de un trabajo serial a baja escala que no es considerado arte, tampoco artesanía, sino un producto extraño y de bajo costo llamado “adorno”. Los objetos, de consumo algo masivo, pierden su unidad, su identidad, pero no del todo. Llevados al límite por la lija, resplandecen ahora en manchas blancas que borran sus partes moldeadas (rostros, orejas, piernas) y despintan los colores, chillones muchas veces, con que están recubiertos. Jugando con la intromisión del mercado-arte en medio, la artista hace “arte” de esa serie que no llega ni a ser industrial, haciendo que ahora un objeto comprado en cualquier negocio de bajo precio pase a formar parte del universo dolarizado del arte contemporáneo: primera, y paradójica, transgresión. Y de toda transgresión, quedan las ruinas de lo transgredido: partes de las figuras-objetos (patas sueltas, pedazos de pintura, formas de lo que alguna vez fueron miradas, representaciones). Se trata de lo mismo de siempre desde Duchamp en adelante, inscribir el vacío ahí donde la retina quiere ser el ojo y hacerlo mirada. Sin embargo, en este caso, el quedar a medio camino entre arte y producción masiva, se revela algo fundamental. Dos trabajos, dos modos de la producción de objetos, donde ahora, luego de la mano de la artista, como una mano santa, estos cobran un “aura” extraño: remontan a contrapelo la industria de productos de bajo montaje hacia un estadio manual, previo, casi artesanal. Pero, y acá va la fuerza inclasificable de la transgresión, esto hace de los objetos de yeso limados a mano una relación en espiral del límite entre arte y trabajo, porque de alguna manera da un paso hacia atrás, como si pasara “de la copia al original” (en las palabras irónicas de la artista para referir a estos objetos), pero en el lugar del original no seriado, manual, casi artesanal, no encontramos tanto la “primera vez” sino otra cosa, el objeto a partir del cual surge el molde y la series de copias: encontramos una ruina. Un pedazo de yeso, o más bien, pedazos de yeso que se abren en el centro de esas figuras producidas para el bajo consumo. A la vez, lo que vuelve más espeso todo esto es que lo que Meloni hace también es una “serie”: precisamente la serie de objetos lijados a mano. Este gesto anfibio, porque está entre dos espacios, genera una sensación intranquila. Es que esta transgresión confirma la nada que separa el arte de la industria, la nada que separa la creación de la erosión, la nada que separa la primera de la última vez, la nada entre el original y la ruina. Figuras del borde, y por eso mismo, porque juegan con el borde-límite de los “campos”, en ese descampado itinerante que camina la torera, habilitan el juego que Bataille llamaba “transgresión”. Lo que queda son objetos casi blancos, casi pintarrajeados, casi moldeados, casi manuales, objetos casi-objetos.

Entonces: segunda transgresión. Los ojos se ponen en blanco, y caen afuera de la mirada. Bataille otra vez, desarrollado por Foucault: “el ojo enucleado o invertido es el espacio del lenguaje filosófico de Bataille.” Los ojos se ponen en blanco porque en la lija que erosiona el yeso, que lo desgrana con absoluta impunidad, los ojos no ven ya la figura sino su ruina como un desierto abrasivo que le nace desde dentro. El ojo puesto en blanco (momento de goce, de éxtasis, de risa o lágrima, en Bataille) es el objeto de yeso lijado a mano. Quiero ser bien claro: tu ojo de espectador cae fuera de la mirada, porque no mira el objeto, es ese objeto casi-objeto lijado a mano. Es tu ojo al revés, puesto ahí donde debería estar tu mirada (ahora: ciega).

Entonces: tercera transgresión. Ahí donde habría de ir un ojo, hay una mano. Los objetos lijados a mano de Meloni, se entiende ahora, no incitan la mirada, sino la tactilidad. Los miro en el Instagram y quiero tocarlos. Objetos que quieren ser tocados. Que los toquen. O sea, la mano es la forma-fuerza esencial que resplandece en el blanco invasivo que esos objetos reflectan para cegar (la mano esa que lijaba y lijaba en la performance donde nace esta serie). Y no la mano en su estructura apuñada, tampoco las falanges, tampoco las uñas para rasgar. Se trata de las yemas de los dedos y el cuenco de la palma. Esos objetos exigen que las yemas y la palma se apoyen en las manchas blancas que dentro de ellos abren espacios que difuminan sus contornos. El yeso, objeto innoble, pide la caricia. Esa es su “ob-scenidad” —lo que cae fuera de su escena. Esa es la curvatura esencial con que quedan después de la lija —las curvas: disposiciones geométricas de los cuerpos que más piden ser tocadas. Eso es lo que el arte violentando la producción serial muestra: un pedido, una exigencia de tactilidad.

Quisiera ser todavía más escolar. Se trata de una invención de ruinas de algo que está hecho para durar poco (de ahí el yeso); se trata entonces de ruinas que, a diferencia de las clásicas esculturas de mármol de la Antigüedad, no están cargadas de historia. Ahora están hechas de un puro tiempo, el nuestro, que cae afuera de la escena de la historia —esa es su (nuestra) obscenidad. Y nuestra guerra. Estas ruinas son inventadas ya no para el museo de la historia. Para el museo, en todo caso, de la nada.

Y una última transgresión: esos objetos de yeso lijados a mano hacen del silencio un hecho táctil. Tocarlos es tocar el silencio, es tocar el mutismo que en una época donde todo pide ser hablado, mejor no es callar, mejor es tocar. Ahí pervive, hoy, la posibilidad de la espiral del límite y lo ilimitado. La trasgresión, su posfacio, en manos de la Meloni. 

A riesgo de caer en el énfasis, porque no quiero dejar nada librado a la “interpretación”, digo lo último: la transgresión no tiene nada que ver con el “rompotodonené” de Pomelo Rock (el personajito capusottiano), sino con un juego elegante con el límite de los sentidos. Acá esto se da vuelta, en el orden mismo de lo sensible: ahí donde hay que “ver”, queremos “tocar”; ahí donde está puesta la mirada, está puesto el ojo sin  mirada, dado vuelta, en blanco, en el blanco del yeso astringente.

Ahora, en esta cultura digital, que captura la tactilidad en una pantalla, en un hecho de mirada, lo que estos objetos piensan es una pequeña, y fundamental, transgresión: devolverle a la mano su lugar esencial. Pedirle a las manos, como estamos pidiendo todas y todos, que atraviesen las pantallas y… toquen.



 



Publicado en Barbaria 

Irredimible. Entre el Wilcock de Bioy Casares y la leyenda Wilcock

 Manuel Ignacio Moyano


¡Oh, perro, perro mío, aúlla, / ofréceme un poema de aullidos, concédeme esta gracia extrema, / tú mismo lo leerás, / mientras yo quemo los demás poemas!

Poema para la poesía, Virgilio Piñera.




1.

Si hay una vieja hazaña de la literatura, la más reputada y polémica, es la de legarnos nombres y, por eso, hacerlos también olvidar. Ese legado lo construye el mercado editorial, en primer lugar, y la cultura de lecturas, en segundo. En medio de ambos, los amigos. Pero en el fondo, la escritura, el pulso atroz del fraseo, el gesto que viene a poner en evidencia, desde un fondo innombrable, el nombre mismo: «lo primero que habrá escrito un escritor habrá sido su nombre. Digo, el primer libro quizá fue firmado antes de haber sido escrito», declara Wilcock en la entrevista de la RAI de 1973.

La busca del legado que anima al último grito de la afantasmada Sur largó hace unos meses el Wilcock de Adolfo Bioy Casares, el cual es fundamental leer en contrapunto con el mastodonte anterior de los diarios de ABC que titularon Borges. 

Hay que decirlo de una. El libro de Wilcock se intensifica solamente en dos o tres momentos. Las cartas del ingeniero convertido en poeta que se abren con la comicidad negativa que leemos en sus novelas, relatos y cuentos, y la anécdota de la ceja abierta de Bioy (ni siquiera las fotografías tienen mucho valor, salvo las que aparece Livio Bacchi-Wilcock). El resto es la asunción errada del diarista de una rivalidad que, en verdad, lo excluía: la forjada entre Borges y Wilcock bajo los ojos del propio Bioy y Silvina Ocampo. 

Johnny era un extranjero en el círculo trino de JLB, ABC y SO; que reducidos a siglas no dejan de sonar a nombres de whiskys: quizás por eso Héctor Libertella bautizó al JB que le servían en el Varela Varelita con un «Pepe Bianco». Esa extranjería equivoca a Bioy, porque mientras él creía medirse con el exiliado, que dejó Buenos Aires por Roma, y Roma por sus márgenes, lo que en el fondo sucedía, para fortuna de la literatura argentina, era una grieta mucho más honda: la distancia entre el escritor-monumento, el domador de la escritura, y el escritor-leyenda, el exiliado perpetuo (que abre un punto de contacto entre lo mejor que vino después: Copi, Osvaldo Lamborghini, etc., etc.). 

Se trata, una vez más, de ponerse en pose de combate y elegir una posición u otra, porque tanto el monumento como la leyenda tienen sus adalides y sus pequeñas guerras inútiles. Y de señalar la diferencia: ahí donde el monumento construyó una casa de sólidos fundamentos, donde cobijar a la grey y asignarle a cada uno una habitación específica (incluso dejando el sótano y el subsuelo para algunos, las ovejas negras), la leyenda quemó la casa y escapó. 

Ya se sabe. Borges dispuso su obra como la Casa impertérrita, con sus parientes y sirvientes, la novela familiar que dejó en negativo sin escribir, y echó como a un perro a quienes no querían, o no podían, acomodarse a las circunstancias designadas: comer la comida que el monumento señalaba, armar las fiestas que el monumento quería, cantar las formas que el monumento deseaba. La leyenda estaba excluida por definición del monumento.

Y ¿qué era la leyenda? Respuesta: la leyenda era una vida que contenía dentro suyo, como un fuego precioso, un principio poético que ponía todo lo que tocaba en estado de literatura o de incendio. Era inevitable, entonces, que Wilcock, la leyenda Wilcock, haya dado tanto para decir, falsear, ficcionar, tanto que a esta altura ni siquiera la sombra del fantasma de esa biografía detalladísima que Ernesto Montequin prepara hace más de 20 años podrá controlar. No, las intrigas van a seguir porque el principio de la poesía motoriza las narraciones y no al revés: primero poetizar, después narrar. 


2.

Empecé a leer a Wilcock por consejo de un amigo al que le encanta la polémica («el mejor Aira es un mal Wilcock», me dijo y me enervó la curiosidad —¿cómo iba a decir eso del gran Aira?). Y entré por el Wilcock que escribía ya en esa «specie di italiano», como declara en una autotraducción de sus poemas en castellano de 1963, y pensé de inmediato en aquella película mal traducida de Andrei Tarkovski, El sacrificio. No se trató de un sacrificio, sino de una ofrenda: La ofrenda de quemar la propia casa (cualquiera puede recordar esa imagen). Ahí está la leyenda: quemando el castellano, que ya no daba para más, como repetía Wilcock, porque Borges, sí, Borges lo había agotado desde su torre de control infinita: dispuesta sobre todo el Sur, hasta globalizarlo. 

A la leyenda Wilcock, el libro de Bioy no puede hacerle justicia porque cree erradamente que su amistad estaba tensada por una rivalidad congénita (por eso el primer retrato de Bioy, El perjurio de la nieve, donde el poeta y protagonista del cuento, Oribe, es un desagradable plagiador y de voz aguda como el Wilcock de carne y hueso muestra la verdad de esa amistad, la competencia, que se intensifica en la anécdota de la ceja abierta). Sin embargo, creo que la leyenda Wilcock, a diferencia del Wilcock de Bioy, está estructurada como una fuga. Y hay ahora, en la restitución de Wilcock al canon que el monumento y sus tentáculos crearon, y que ya no existe más sino como pasión de viejos vinagres, una intención contra la fuga: redimirlo, recordarlo, pagar la culpa, ¡ay!, del olvido y la exclusión (y, ¿por qué no?, del aborrecimiento con que lo excomulgaron), y reconocerlo como la oveja negra, ahora perdonada, de la divinidad trina. 

Pero Wilcock, en su escritura, nombre, vida y obra, logró colocarse más allá del bien (no del mal): irredimible. Cualquier restitución que se pretende redentora, quiere, en la contracara de sus buenas intenciones, de las que siempre hay que desconfiar, practicar el deporte del patronato nacional: la doma: acomodar en la segunda línea, o tercera, de una época y una forma de hacer literatura, a un nombre y obra. Entonces Wilcock sería la mascota algo indómita con que se divertía y molestaba la santísima trinidad de Sur: JLB, ABC y SO. Su conversación sería, por eso, mejor que su escritura. La leyenda más importante que la obra, de la que podríamos, por eso, eludirnos de leer…


3.

Ante ese dios trino (¡y por eso cristiano!) que conformaron la alianza de JLB, ABC y SO, siempre en la mirada de Wilcock, y sus poderes de salvación, creo que lo mejor que hizo el ingeniero, yéndose a Italia a escribir en esa sublengua tildada de “specie di italiano”, fue convertirse en otro dios: putrefacto, maldito, con el cual impedir su manumisión. Porque solamente otro dios podría estar más allá de la redención con que el mercado y la cultura canonizarían un nombre, controlarían una llama.

Dejémosle, entonces, el infierno, al que pertenece con esa lengua de perversa inocencia a través de la que no pudo dejar de incendiarse su vida y obra: “Fuoco, compagno, caro amigo dell’ombra, / ardi e ti spegni e grazie a me riprendi / te disperato che bruceresti il mondo / e qui da solo bruci te stesso…” . 

Empecemos, entonces, a leerlo de verdad, sin pretensiones de redención, entremos a su infierno y apaguemos de una vez las esperanzas. Lo inesperado nos espera. La literatura, el fuego —que acá, y siempre, rima con juego.

1956: se arma en un domingo de marzo una discusión literaria después de comer, sobre una edición de poemas de sor Juana Inés de la Cruz. Bioy declara dos errores. El segundo, la acentuación de “salgáis y tenéis”, a lo que Wilcock agrega, corrigiendo al lector: “Como todas las palabras agudas que terminan en n o s, se acentúan.” Bioy se desespera y corre arriba a buscar un Quijote para “dilucidar el punto, y, para agraviar el oprobio de ser corregido por un mozalbete”, pero en la oscuridad atropella la esquina de un ropero, se abre una ceja y sangra copiosamente. ¿Cómo no leer esto con una sonrisita? Y habría que corregir a Bioy, otra vez: no se trataba de la acentuación de las palabras, sino de la colocación de las tildes. ¿Se abrirá ahora la otra ceja?


Publicado en Lobo Suelto