viernes, 22 de enero de 2021

La lengua antifascista

Manuel Ignacio Moyano



Poema concreto de Elson Fróes - Utopía Autopsia


Una cita ya demodé, anacrónica para los tiempos que corren. Roland Barthes en su Lección inaugural de 1977, en el Collège de France: “…la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir.” La lengua, ese lugar donde el siglo XX en sus variantes filosóficas y literarias más se ha intensificado, puesta por no otro que Barthes en el intenso calor político que el mismo siglo nos deja como marca insoportable de la política humana: el fascismo. No solamente asombra la temeraria afirmación barthesiana por cuanto cataloga, así sin más, políticamente a la lengua, sino porque lo hace de la peor manera. Con la palabra “fascismo”. Una palabra que para usarla hay que saber temblar, pero que no tiembla. Una palabra que dice todo, de golpe, sin titubeos, sin dudas, sin ambigüedades, sin temblar. Fascismo, la palabra del siglo XX que hace temblar, pero no tiembla. La palabra que se impone sin pregunta. ¿Y qué impone? Vuelvo a la cita: “…el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir.” La lengua, entonces, fascista porque aquello que la define no es más ni menos que una obligación: la de decir. Si el siglo del fascismo había comenzado, en sus variantes filosóficas y científicas con el manido “giro lingüístico”, aquel del estructuralismo de Saussure y las investigaciones de Wittgenstein, y había eclosionado en sus variantes políticas con los fascismos de diverso signo, en la cita de Barthes se recoge, de un plumazo, el insoportable secreto que une al peor de los regímenes políticos habidos en la historia con el último descubrimiento de las ciencias en su momento, esto es, la centralidad de la lengua en el conocimiento humano. Así, la “lengua fascista” venía en 1977 a señalar que no alcanzaba mostrar la centralidad de los signos lingüísticos sino, directamente, su triste politicidad. La lengua es fascista porque desde que estamos en ella, o sea, desde siempre, estamos obligados a decir, parece sugerirnos todavía hoy, anacrónicamente, el texto barthesiano. Por eso comienzo por acá, hoy, 2019.

La primera pregunta sería por qué la lengua obliga a decir. ¿Qué hay en la lengua que exige ser dicha? Si ella es, como desde Saussure en adelante se la concibe, un conjunto de signos que solo tienen valor y significado en sus relaciones diferenciales, ¿por qué obliga a decir? O, reformulando, ¿qué quiere la lengua con esta obligación? ¿Qué quiere el signo lingüístico, dividido como está en significante y significado? La respuesta inmediata que aparece como seseando en el aire con el eco de la cita barthesiana es casi obvia: la lengua quiere ser dicha. Y es por esto que obliga a decir. Quiere, digámoslo así, ser puesta en acto. Con lo cual, si se me permite la inversión sonsa que también aparece seseando, pareciera que la obligatoriedad del decir, esto es, el fascismo de la lengua, está ni más ni menos que en su deseo más íntimo: su querer ser-dicha. La lengua obliga a decir porque ella misma quiere ser dicha, o sea, quiere-decir. Los hablantes parecemos acá meros instrumentos para la satisfacción de su deseo, del querer-decir de la lengua. Puro servilismo.

Sé que en este comienzo atolondrado hay muchas décadas de discusión filosófica, psicoanalítica, literaria e incluso política. Pero si se me permite, me gustaría insistir sobre este punto. “Querer-decir” es en nuestra propia lengua, nuestro castellano latinoamericano, una fórmula ambigua: designa por una parte el deseo de decir, pero también el deseo de significar. En una palabra, el deseo de producirle al signo, fracturado como está en significante y significado, un cierre. Una armonía donde no haya lugar para ese quiebre, esa barra divisoria que lo constituye. Y en esa terrible ambigüedad del deseo de la lengua se afinca, siguiendo todavía a Barthes, lo peor: su fascismo. Como si dijéramos, la lengua desea aquello que obliga, su propio y autoreproductivo decir. Desea su imperativo: su “decí”, “hablá”, “significá”, porque así realiza su autonomía.

¿Y cuál será entonces el efecto de ese deseo fascista, que desde la cita brutal de Barthes con que empecé este relato, es aquello mismo que define a la lengua? ¿Cuál es el efecto sobre eso que estamos acostumbrados a llamar el “sujeto hablante”? Una de las tantas respuestas posibles, que también aparece seseando en el aire, señala que el efecto de la lengua sobre el sujeto que habla es infectarlo en su propio deseo, esto es, en su querer-decir. Como si dijéramos, los hablantes “queremos decir” no motu proprio sino porque es la lengua misma, en su fascismo, la que quiere que digamos. Nuestro deseo de decir, el suyo. Nuestro deseo de significar, el suyo. Nuestra obligación, la suya. Y ahí el fascismo, o nuestra servidumbre a la lengua.

Que qué hacer, entonces, es la demanda ansiosa que se impone. La respuesta de Barthes ha sido muy conocida: ante el fascismo de la lengua, su dedicada contribución al poder y al dominio del decir, lo que nos queda es hacer trampas. “…hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua”, sintetiza el francés. Desde que somos seres hablantes, que ponen en acto la lengua, que hacen lo que ella quiere, o sea, decir/queriendo/decir, desde que estamos ahí embarrados, Barthes nos propone como salida la trampa. Una forma de vivir en el fascismo, y sortearlo. Para nosotros y, fundamental, para los otros. Continúa el dandy del teoricismo semiótico: “A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura.” De modo que la literatura será, para la seducción de nuestro francés, aquello que en el fascismo lo esquiva, que dentro de él le hace trampas, aquello que bajo la obligación de decir, desdice. Totalmente seducido por esta política de la literatura, que resiste al fascismo del querer-decir en su ser tramposa, me veo sin embargo impedido por algo más propio: ¿cómo puedo hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la misma lengua, si, desde que solo tengo palabras para hablar, soy todo aquello que ella dice que soy? ¿Cómo hablar sin alimentar el fascismo si esa habla ya me ha hecho, ya me ha constituido? Retrocedo unos pasos, como si dijéramos, enrulando la lengua. Y para hacerlo, me acomodo en la página que abre El árbol de Saussure, ese librito inclasificable del escritor Héctor Libertella: “Con los codos apoyados en la barra de metal —narra el argentino—, los parroquianos del ghetto miran con mirada boba el único árbol de la plaza, sin imaginar siquiera que el bar donde se encuentra proviene, casualmente, de ‘barra’.

En sus ojos no se refleja un árbol tal como lo pensamos, sino apenas un tronco con ramas y hojas; algo que sólo dice: acá estoy (estoy acá).

Mientras beben, miran. Y mientras miran no saben que esa figura les determina un punto de vista —los va distribuyendo silenciosamente en sus butacas.”

Viéndome beber entre los parroquianos del ghetto libertelliano, me siento acodado en la barra. Y no solo la del bar, sino en la barra que en el signo lingüístico, fundado por Saussure y su tropa semiológica, divide al significante del significado del siguiente modo: significante/significado. ¿Por qué me enrulo la lengua hasta esta barra, entonces? En primer lugar, porque como escribo estoy bebiendo y así la lengua se contorsiona. Y en segundo, porque ahí está el chiste de la trampa barthesiana llamada “literatura”. Es la barra del signo el lugar mismo donde la obligación de decir queda, ¿cómo decirlo?, no eliminada pero sí diferida, trastocada, retardada. Tarada porque es esa su tara. Porque es la barra lo que inscribe el desorden y la desunión entre el significante y el significado, la imposibilidad de realizar el querer-decir de la lengua: por eso hay metáforas, o exceso de significantes respecto de los significados, y por eso todo significado es parcial. Y si la lengua, como dije (si es que dije algo), obliga a decir porque lo que quiere es ser-dicha, una retracción suya a ese lugar en que el signo se fractura, supone como mínimo una retracción en su querer-decir. Digámoslo así: un diferendo en la producción de su significado, en su puesta en acto. Un bostezo en la significación. La literatura sería entonces, en los términos barthesianos y/o libertellianos, hija de un divorcio fundamental: el del significante y el significado. Claro que no estoy diciendo nada nuevo, gracias a Dios, pero sí quisiera insistir sobre este espacio barrado de la lengua, ahí donde estamos, ahora, embarrados y/o atrapados (otro chiste libertelliano: el YO es la única palabra que en castellano se compone de una letra que une y otra que opone, así: Y/O). Quisiera hacerlo, insistir sobre la barra, digo, tratando de puntuar su “lugar”: ¿dónde está la barra que divide el signo? Hasta ahora, la respuesta solo ha podido ser negativa: ni en los significantes ni en lo significados. Una “ni-ni”. Para decirlo de otra forma: una sin lugar. La barra es lo que no está, lo que divide sin aparecer, con densidad puramente fantasmal. Hay significantes y hay significados, sí, pero la barra que los divide y articula a la vez (siempre parcialmente), no es y no la hay. Porque no está ahí. Para retomar el título de otro libro libertelliano, es “el lugar que no está ahí.” En una palabra, aquello que tantas veces se ha malentendido como “futuro”, es la barra: una “utopía”, un u-topos, sin-lugar. Una utopía es precisamente el subtítulo que Libertella coloca junto al título El árbol de Saussure. Y una utopía, entendida como u-topos en su sentido más radical, como lo sin lugar, es justamente el no-lugar donde será posible hacerle trampas a la lengua. La utopía, ese sin-lugar que es la barra que divide al signo, se constituye entonces como el horizonte que haría decible algo así como una “lengua antifascista” porque sería precisamente aquello que desterritorializa, difiere, retarda, descomplementa esa obligación de decir. Aquello que no realiza el deseo fascista de la lengua, su querer-decir.

Ahora bien. Todo este cuento del sin-lugar de la literatura, o de la utopía de una lengua antifascista, conlleva dos problemas: uno político y otro ético. Político, porque si el lugar por fuera del fascismo es un sin-lugar, si ese lugar no existe, es imposible tomar posición (toda posición se define en relación a un lugar). Y si no hay toma de posición, la política es imposible. Solo hay totalitarismo. Y un problema ético por la misma razón, porque tomando posición, cualquiera sea, parecemos estar ya entrampados alimentando el fascismo del decir, de la obligación de decir, la única posición válida. Esto es, la ética moralizada en un conjunto de dichos o principios que no admiten otra posición que la de decir, “esto” o “aquello”. Acá la barra se nos muestra como lo que suena: como la barra carcelaria. Estamos atrapados, como la mosca wittgensteiniana dentro de la botella, en la lengua. Y lo problemático es que ella es fascista: obliga a decir. La lengua antifascista es simplemente una utopía, un sin-lugar. Estamos, entonces, en un callejón sin salida. No solo vivimos en el fascismo de la lengua, sino que hablando, lo reproducimos.

Alguna vez leí que para salir de un callejón sin salida, solo nos queda volvernos imperceptibles y confundirnos con las paredes. Yo en cambio propongo acá que las saltemos. Me salteo entonces años y alianzas teóricas y me subo ahora a otro texto, mucho más viejo, de otro francés. Un texto de Georges Bataille, escrito en una noche hegeliana, titulado “El No-saber”. “Existe un punto a partir del cual no hay nada que decir…”, larga el filósofo del éxtasis en una de sus primeras anotaciones. Anotaciones que van a anunciar, en el juego de esa noche extática, la muerte del pensamiento. El texto, dividido en tres secciones, es asombroso por cuanto identifica al goce supremo con la muerte y no con cualquier muerte, sino con la muerte del pensamiento. Un hegelianismo desbocado, donde el saber absoluto se revela como puro no-saber. Sin embargo, acá y ahora, lo que interpela es la figura con la que Bataille puntúa esa experiencia de muerte: la figura del instante. “Siempre —señala—, en tanto reflexionemos discursivamente, estamos en el límite del instante, donde el objeto del pensamiento ya no es reducible al discurso y donde sólo tenemos que sentir una punzada en el corazón —o bien cerrarnos ante lo que excede al discurso. No se trata de estados inefables: de todos los estados por los que pasamos es posible hablar. Pero sigue habiendo un punto que siempre tiene el sentido —o más bien la ausencia de sentido— de la totalidad.” Fin de la cita. Cuelo estas palabras batailleanas para terminar señalando la posible vía de salida al fascismo de la lengua. Y lo hago porque la figura del instante se muestra como el punto donde la ausencia de sentido es total y, así, como aquello que adviene en el sin-lugar de la barra lingüística. Dicho más escolarmente, hay instante porque no hay lugar. Por eso siempre que buscamos la trampa con y a la lengua, la literatura, no llegamos a ningún lugar pero sí al instante. Para Bataille eso es la muerte, la muerte como experiencia absoluta donde no hay un yo que tenga consciencia, ni siquiera de su muerte. El instante como muerte es total porque trasciende lo individual. ¿Supondrá esto que la literatura o lengua antifascista, como trampa a la lengua y su obligación de decir, es sencillamente la muerte, el instante como muerte? Dejo la pregunta seseando en el aire.

Para terminar, ahora sí: el instante que adviene en esa utopía de la lengua antifascista, la lengua que no obliga a decir y que por eso no tiene lugar, revela algo más. Como señala Bataille, la muerte. Pero agregaría: entonces el cuerpo. Porque es imposible la muerte sin el cuerpo. Porque la muerte, como instante, es en el cuerpo, más allá de la consciencia. En su expresión: “Una punzada en el corazón”. Claro que esto no es una llamada al suicidio, ni mucho menos, sino sencillamente una afirmación: hay lengua antifascista cuando se abren los instantes en que la muerte revela el cuerpo, el propio cuerpo de quien habla. No se trata simplemente de una “encarnación” de lo dicho, lo cual supondría que hay un cuerpo por un lado y un decir por el otro, sino de un aparecimiento fugaz. El del cuerpo en lo dicho. Ese es el instante en que la obligación de decir se merma y aparece el sin-lugar, la barra que divide al signo, la lengua antifascista. Un cuerpo que me revela mi propia muerte, y la de todo lo demás. Alguna otra vez leí, quizás en ningún lugar, que la poesía no salva el mundo, pero sí el instante. Salvar el instante corporal de la muerte propia y ajena, con la lengua y en la lengua, tal vez sea, ahora, la posibilidad de una lengua antifascista. La política y la ética de esta lengua ya no pueden ser, como suelen repetirnos, un tomar posición. Sí, y este “sí” es total, pueden ser en cambio un arrebatar el tiempo a su concepción espacial. Instante puro: la literatura es así antifascista, una trampa al deseo. Solo un seseo.

Publicado en https://www.espaciomurena.com/11742/

Tarkovski, el abandono de las imágenes

 


Manuel Ignacio Moyano

 

¿Qué es aquello tan bello y terrible a la vez que acaece en cada film de Tarkovski? Que cada imagen nos abandona, que en cada resto allí filmado hay algo que se nos aleja. ¿Aura? No, destierro. ¿Subliminidad? No, agua.

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El agua en cada uno de los films de Tarkovski. Es el agua introduciéndose entre las cosas y nosotros, es el agua como medio que arremolina el abandono, para que en ese abandono (de nosotros mismos) nazcan las imágenes, las imágenes que abandonan, las imágenes que se abandonan, las imágenes que nos abandonan. Un henal quemándose bajo la lluvia, un vado viscoso que separa dos bandos militares, el sonido del gorgoteo constante, la lluvia castigando a los viajeros, una casa lloviéndose desde dentro, monedas entrevistas al fondo de un agua que ha arrasado con todo, un océano cósmico que modifica los recuerdos y las percepciones, una pileta antigua para bañistas sin destino, charcos y charcos por todos los caminos, un árbol seco filmado sobre el fondo de un lago platinado. Es que el agua es la materia, la imagen. El agua en cuyas contorsiones se arremolina y ondula el abandono, eso es la imagen. El agua que todo lo chupa, que todo lo presenta en cuanto perdido —como una memoria acontecida afuera de un sujeto, una Mnemosyne pura.

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El agua es lo bello y lo terrible pues inscribe una pérdida originaria, un abandono primero, una pérdida y un abandono en los cuales nada se pierde ni abandona ya que todo estuvo desde siempre perdido y abandonado —fundamentalmente el hombre. La imagen exhibe esa pérdida, ese abandono: ella es lo que perdiéndose en el flujo informe del agua, la pliega, la arremolina, le da tempo. Ella es la música del agua, un gorgoteo sobre un estanque.

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El agua es sin sujeto —y, por eso, sin predicado. Es solo su modo de ser, su ser-así. De allí su belleza casi ominosa: Tarkovski la entendió como nadie.

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El agua carga de tiempo a las cosas, inscribe en ellas una distancia y, a la vez, un pasaje. Con ello las convierte en imágenes. Y en esa distancia, en ese pasaje, las cosas se herrumbran, se convierten en desechos. Y el desecho es lo que está lleno de tiempo.

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El rostro del tiempo es el agua. Y la música del gorgoteo, del remolino, de la lluvia cayendo sobre el estanque indoloro que nos olvida, golpeando la ventana, de los cuerpos hundiéndose en los estanques, todo eso es la lengua del tiempo —su única lengua.

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Encontrarse reflejado en el agua, como Narciso, es encontrarse como perdido, como imaginado.