Me meto en un debate entre Mina Harker y
Nicolás Jozami, que de entrada me resulta poco interesante y hasta innecesario.
Pero por eso entro, desinteresadamente.
Leí por ahí, seguro alguna nota de
diario o revista, suelta en la marea de las redes y redes virtuales que a puro
agujero más que conexiones nos han cambiado para siempre la forma de leer;
digo, leí por ahí un dato que me resultó extremadamente poético, literario: los
libros que las grandes editoriales no venden son enviados a centros de
reciclaje y con inmensas cortadoras de papeles, se trituran y se convierten
después en maples de huevos. Claro que no se trata de los libros que han vendido
una cantidad considerable, y de la cual quedan algunos miles dando vuelta por
ahí entre librerías esperando a sus clientes. Solamente los libros que como
promesas literarias, defraudaron todos los cálculos del marketing editorial. Para
decirlo de una: de aquellas escritoras y de aquellos escritores que, siendo de
mercado, no fueron bendecidos por el mercado. Alguien dijo por ahí: nada más
boludo que un escritor de mercado sin mercado. Para mí, en cambio, hay algo
extremadamente bello en ese boludo, en esa boluda. Lo imagino de acá a unos
cuatro o cinco años, cuando su novela no fue la venta esperada, sentado en su
oficina de trabajo, dedicándose a otra cosa porque con eso no le fue bien, o,
también, tratando de tapar la mancha del fracaso, escribiendo una novela nueva,
una buena, una que va a tener lectores: clientes. ¿De dónde esa pasión, esa
insistencia por vender con algo tan extraño e indefinible como la escritura
literaria?
Otra sensación de igual color y belleza
me agarra cuando vago por algunas librerías de usados. Esas pilas y pilas
vendiéndose a, por poner un precio hoy coherente, 50 p. Incluso te venden hasta
tres libros. Voy y veo esos autores del pasado, hayan sido best-sellers o no, poco
importa, el chiste es que se quedan ahí, en un limbo al que el mercado le deja
sugerido, porque claro que nunca se dice en público, el mote de “fuera de la
moda”. Ojo, tampoco se encuentran tantas perlas, ni clásicos. Se trata de
escritores que quisieron entrar al mercado literario, o que fueron punta de
lanza de las editoriales en algún momento, pero ya no lo son. Y sus libros con
las páginas amarillentas, algunos todavía con la línea de puntos de las
ediciones en las que se debían separar las páginas con abridores de cartas,
para nostalgia de románticos, ahí muriendo eternamente. Me llama la atención.
Y después están las críticas y los
críticos literarios, que hoy, y desde siempre, también son escritores y
escritoras (un poco a lo superhéroe: Batman y Bruno Díaz). Todos y todas
sabemos que el ejercicio crítico bien puede aplaudir fiascos y resucitar de
entre los muertos a cuantas escritoras y escritores se quiera. Esa potencia de
revivir la vuelve esencial. Y también sabemos que, por la misma potencia, puede
hundir y asesinar a cuanta literatura quiera. Sin embargo, lo que no pueden
hacer bajo ningún modo, sobre todo hoy, bajo los actuales modos de producción,
circulación y difusión del mercado literario (con el boom de las editoriales
independientes en Argentina y América latina creando las más interesantes y enormes
paradojas en torno a esos modos, claro que no siempre, siendo muchas veces, de
manera inconsciente, bastantes solidarios al canon mercantil: demasiado hay de empresarios
de sí, neoliberales camuflados de contracultura); decía, el modo de producción
del mercado literario es aquello que prefigura los gustos y consumos de las
lectoras y los lectores. En este marco, la crítica literaria es tan inerte como
la buena literatura, todo lo define el mercado. O sea, el consumo se define
ahí, y ni el escritor, ni siquiera el de mercado, ni la crítica, pueden meter
bocado. Hoy vale más ser influencer que escribir bien, es decir: vale eso, da
valor, y por eso vende. Sin embargo, esta opinión, que de alguna forma
comparten la mayoría de las críticas que definen la buena y la mala literatura,
tiene un sesgo sustancial. Se dice: la gente no sabe lo que quiere hasta que
viene el mercado a decirle qué, y, como se repite hoy hasta el hartazgo, le
hace desearlo. Hay dos supuestos: existe la “gente”, uno, y esa gente no desea
sino a través del mercado, dos. Y por eso lee mala literatura, porque se vende
más, como las y los influencers, que solo se definen como aquellos y aquellxs que
mejor se venden. El corolario de estos presupuestos es que lo que a la gente no
le interesa, es precisamente lo que al mercado no le importa: por lo tanto, ahí
estaría la buena literatura.
Se trata de un dato estadístico que
goza, extrañamente, del principado para definir bueno y malo.
Hace poco me encontré, contra esta
hipótesis, con la palabra más que autorizada de una escritora de mercado, que
gana premios, vende bien y está inserta en la red de la cultura crítica con
publicaciones en las revistas y diarios más progresistas y leídos (curioso: ya
en esa descripción se entrelee, quiera yo o no, que no escribe bien, que es
mala escritora, y sin embargo, lo juro y perjuro, no la leí todavía); decía,
esta mujer señalaba el elitismo ínsito a la literatura, algo insoportable y
deleznable para ella. Y sí, es justamente lo deleznable de los supuestos
anteriores: la gente no entiende de buena literatura porque están predefinidos
por el mercado, son como niños a los que hay que decirles qué sí y qué no. Ello
parte de una desigualdad de inteligencias, están los sonsos (el populacho
consumista) y los inteligentes (los que saben, la elite).
Y todo esto nos deja en un callejón sin
salida: mercado o elite (paracultural, disidente, crítica, etc., etc.). Lo que
alguna vez se enfrentó como “industria cultural” o “autonomía artística”.
Vuelvo con algo respecto de la crítica:
en su don de dar vida o muerte a la literatura, tildándola de mala o buena, se
ha enclavado desde hace mucho tiempo en aquello que se supo titular perfectamente
“el arte de la injuria”. Y ahí van las cuchilladas, los facazos ida y vuelta en
todo el mundillo literario, haciendo de la palabra un arma punzante para herir
narcisismos y, por eso mismo, seguirlos construyendo (no hay Narciso sin
herida). Sin embargo, paradoja de toda lucha, sucede que muchas veces aquello
que se ataca cobra visibilidad, incluso mucho más allá de sus propios méritos,
y con ello se vuelve un hecho identificable, algo que los sensores de la
cultura empiezan atender. Y entonces, astucia de la crítica, hay que saber
cuándo y qué atacar. No sea cosa que se levante a enemigos de la tumba de tanto
nombrarlos. Sin embargo, a pesar de ese arte de la injuria, por más maestría
que haya en su manejo, eso no define en lo más mínimo las ventas. Vale más, da
más valor, un tweet de influencer que un estudio del más refinado crítico. Y,
quiérase o no, eso pone a la misma crítica en situación de elite, porque
respecto a los parámetros cuantitativos, que son necesariamente los del
mercado, es minoría.
Entonces, la ecuación da más o menos
así: 1) la crítica define qué es buena y qué es mala literatura, el mercado qué
vende y qué no vende, y la gente, o sea, los y las lectoras son buenos y/o malas
según a qué sigan: a la elite o al mercado; o bien, 2) la gente es buena y sabe
lo que quiere, a pesar de que todos quieran casi lo mismo. La paradoja acá está
en que, para resumir, no porque todos coman mierda, la mierda es buena. Se sabe
bastante bien esto. Ajá, ¿y después qué? Bueno, ahí está toda la encrucijada,
el callejón sin salida.
Pero hay un punto en común. O sea, un
lugar donde la crítica y la gente podrían coincidir en perjuicio del mercado.
El desinterés. El arte del desinterés. Pero, se dirá: 1) eso que el público
deja de lado, no solo lo hace porque el mercado lo deja de lado, también lo
hace porque sería buena literatura (supuesto elitista). O bien, 2) eso que el
público deja de lado, en lo que pierde el interés, y a llorar al campito, no es
buena literatura porque la gente sabe lo que quiere (supuesto, ¿cómo llamarlo?,
¿populista?). Al primer supuesto le falta la igualdad de inteligencias, al
segundo la realidad del mercado.
Insisto: hay un punto en común en el
desinterés, y es más que interesante (un desinteresado interés), justamente,
porque de ahí el mercado se retira, no se reproduce en su función de “interés”
(el interés siempre es peor que la deuda, si lo sabremos…). Entonces, la
ecuación nos deja un terreno sin mercado, donde el público, la gente, está,
pero de forma desinteresada, o sea, como una foto en negativo de sí, como gente
ausente. ¿Y la crítica? Para decirlo de una, el “arte de la injuria” en la
crítica ya fue. Es elitista y obvio. Pero la literatura para todos y todas tampoco es la solución (su
deseo más oscuro es eliminar la crítica, la matización). Pero en la actitud del
desinterés, la crítica bien podría comulgar con ese público fantasmal, que no
está ahí. O sea, en vez de andar hablando mal, con lenguas que velen un comino al
lado de un sticker de Moria Casán,
para definir qué sí y qué no, mejor desinteresarse: como la gente. Una suerte
de elite populista, que aprende del gesto popular, copia sus fórmulas de
silencio y desinterés.
Como no di ningún nombre hasta ahora, me
permito terminar parafraseando a Borges, mostrando cómo todo este menjunje sin
interés está ya ahí, y decir: “yo tampoco sé qué es la buena literatura, aunque
soy diestro en descubrirla en cualquier lugar: en la conversación, en la letra
de un tango, en libros de metafísica, en dichos y hasta en algunas novelas”.
Se podría agregar: hasta en un maple de huevos, ¿quién sabe?, bien podría ser un Borges.