lunes, 22 de marzo de 2021

Porno y narrativa

 Manuel Ignacio Moyano

 


La esposa del pescador  
Katsushika Hakusai (1814)


1.

Empecé a ver una porno y me enganché con la trama.

Una nave espacial abandona la Tierra justo en el momento en que un asteroide gigante impacta contra ella.

Los protagonistas (el Capitán Kulé y las Comandantes Yuca, Tan y Transilvania, junto a dos enanos que nunca se sabe si son reales o proyecciones imaginarias de los otros) quedan a la deriva en el espacio infinito. Frente a la angustia que los rodea, y después de algunas dudas existenciales, el deseo se les enciende de manera incontrolable. Suceden las primeras escenas de sexo: 1°) el Cap. con la Comte. Yuca; 2°) las tres Comtes. entre sí mientras el Cap. duerme una siesta; 3°) los enanos con el Cap. (¿proyecciones inconscientes de este o juego con la alteración perceptiva de los personajes por ser los últimos terrícolas? Buena ambigüedad irresuelta por la directora).

Después de los primeros cruces sexoafectivos, a los 30 minutos, la porno propone un giro absolutamente inesperado: mientras se alternan para pilotear la nave, no solo se les enciende el deseo, sino que comienzan a darse cuenta que no necesitan comida, ni bebida, ni, obviamente, ir al baño. Se han convertido en inmortales. Orgía de festejo por la inmortalidad adquirida sin explicación (otro gran acierto: no sostener cada escena con razones).

Entonces, a la hora y pico, aparece el segundo giro narrativo, con una pregunta filosófica de fondo, en tanto que inmortales, ¿siguen siendo seres humanos? El Cap. lo afirma rotundamente, pero las Comtes. Yuca y Tan, con sus polleras azul eléctrico, niegan su posición. Transilvania se mantiene neutral, dubitativa. Empieza una larga discusión, con argumentos cruzados sobre la esencia humana y cuestiones al estilo, hasta que el Cap. es reducido y maniatado con cuerdas al modo Shibari. Otra escena, ahora con toques sadomasoquistas: Yuca, Tan y Transilvania le dan con látigos mientras él grita, como a propósito para incitarlas y que sigan, “¡somos hombres! ¡Somos hombres!” Ellas se excitan con las afirmaciones del tipo mientras una música instrumental toma el ambiente y lo aclimata. Emergen nubes de humo y luces de color que generan efectos retro. Reaparecen los enanos mágicos y se arma la tercera gran orgía.

El desenlace: un verdadero acto vanguardista para el género porno. El Cap. abre los ojos y está acostado sobre la arena húmeda en una isla desierta, maltrecho y envuelto en una camisola medieval deshilachada. Era un náufrago. Mira la vegetación amenazante que comienza a unos cuantos metros de la arena blanca y se pregunta: “¿somos hombres?”

Una lágrima le nace en el párpado izquierdo.

 



2.

Empecé a ver una porno y me enganché con la trama.

Galaxia se mira al espejo y en la imagen reflejada no aparece ella tal como está vestida, de entrecasa con una remera blanca y un pantalón de lino, sino en un conjunto de fina lencería. Pero no es ella; es su némesis. El pánico toma a la real que le grita en inglés a la falsa: “¿quién eres?”

La estructura tiene un eco lejano de Dorian Grey, pero invertida: en la vida de verdad, Galaxia es pulcra y una dulce ama de casa, pero no encarna la belleza; en el reflejo al otro lado del espejo de pie, es el mal en toda su contextura: en lo que este tiene de deseante, en lo que el pecado tiene de lujurioso. Y es, o lo intenta la actriz con sus caras, bellísima.

La falsa Galaxia, que vive al otro lado de lo real, avanza sobre la buena. Entre algunos gritos exagerados y ediciones autoevidentes, la posee. En el nuevo cuadro, la lencería y la Galaxia del mal están de este lado del espejo. La habitación con cortinas rojas enarbola el clima con la concupiscencia adecuada.

Se abre la puerta y entra una inocente empleada doméstica, vestida con un conjunto sumamente incómodo para las labores diarias, y se pone nerviosa ante el cuerpo semidesnudo de su Ama, ya no solo de casa sino de clase. Pero esta le cierra la puerta antes de que se vaya y la obliga a quedarse en la habitación. La malicia hace su trabajo y se apodera de la diferencia social. Pero en la entrega de la sirvienta, lograda con una resistencia mínima y necesariamente mal actuada, como cualquier desigualdad socioeconómica en una porno, se llega a un clímax donde al responder con toda su pasión, y poner en dudas el dominio de la rica sobre la pobre, la Esclava ejecuta el mal sobre la Ama: la ahorca con un cinturón mientras le ejercita una penetración con un suplemento de goma. ¿Resolución justa o criminal? ¿Cesación del mal o su perpetuación? ¿Liberación de la buena ama de casa ante la invasión de la falsa Ama o simple venganza de clase?

La directora de la película no resuelve las dudas y apuesta más alto. En el instante gozoso donde la Mucama asesina y fornica a la vez a su Patrona, se escucha un grito de orden y mando que dice en nipón: “¡corten!” Pero la película sigue, ahora con el clásico recurso modernista del cine adentro del cine: una nueva toma se abre e incluye a todo el set —camarógrafos, apuntadores, sonidistas, escenografía y utilería: detalle clave, todos están desnudos, solamente revestidos por los dispositivos técnicos. Sus párpados japoneses denotan la procedencia del filme. La directora, con su altavoz en la mano, aparece erguida y de espaldas usando el mismo conjunto que el personaje de Galaxia. Entra en la escena y juega con ellas, que ya dejaron de lado la sobreactuación del asesinato junto al éxtasis sexual en el que estaban. Ahora se entregan a la nueva situación y el sexo vira a uno de tipo juvenil, más fresco, versátil, sin la intensidad anterior. El set de desnudos y cuerpos, por fuera de la norma en el porno, hoy en cuestión, de la delgadez y la ausencia de vello púbico, da un contorno extraño, tan extraño como el del mal que se perpetúa al hacerse ligero.

Se escuchan risitas y la filmación se termina antes de evidenciar los orgasmos. Como en la vida, una sensación de vacío y de pregunta nos posee.

 


Shunga de Kitagawa Utamaro. Siglo XIX.

3.

Empecé a ver una porno y me enganché con la trama.

Esta vez, la directora se propuso ir más lejos que nadie en su género: ser la primera en escribir, dirigir y producir una porno conceptual. Ni siquiera el exquisito Tinto Brass se atrevió a tanto.

Los premios de Cannes, claramente, la esperan ofuscados en las vitrinas.

Juan es un fantasma que lee un libro en una terraza amplia que da al mar. No vemos su cara. Está de espalda. No hay otras construcciones más que esa. Juan no sabe que es un fantasma. Juan cree que es simplemente un joven fornido que lee desnudo (esos glúteos de fantasma fit…) y despreocupado en algún lugar, en algún momento.

Toma inmediata: las páginas del libro aparecen entre las manos del fantasma y están en blanco. 15 segundos después, el joven da vuelta la página, a otra también en blanco, también vacía, también… El recurso parece evidente, pero se traiciona al instante. Juan da vuelta una cuarta página y ahora aparece escrita en francés una pregunta que el subtítulo en español traduce por: “¿acaso puedo ser una chica buena y golosa?”

Juan mira el mar, el movimiento de las olas se escucha sobremanera, invade la imagen y ensordece con un crescendo que de golpe, ¡plop!, se corta y cesa. Hay un apagón. Un silencio y después una voz en italiano que arrastra las palabras y dice algo que los subtítulos traducen por: “¿por qué hacer una porno cuando es tan bello tan solo imaginarla?”

 

Unos segundos con la pantalla negra nos desconciertan. Y nos engañan. No, no es el final, porque reaparece la escena de la terraza que da a las playas vírgenes y al mar ahora embravecido. Y Juan ya no está ahí. Pero ya no se escuchan las olas y el sonido de la naturaleza (vientos, ramales, marea, etc.), sino gemidos, miles de gemidos gozantes, entre grititos, risitas y parolacce. En un volumen bajo, muy bajo, de fondo, lejano. Como un susurro de la naturaleza digital en que ha devenido el porno.

A esta altura, el espectador no sabe si masturbarse, maravillarse o pensarse en un posmundo. Lo cierto es que finalmente los cuerpos desnudos y grotescos aparecen. Son 15 en hilera. Están sobre la terraza y miran a cámara con una sonrisita. ¿Por qué? Porque todos son Juan.

Con una edición artesanal, se entrevé que son diversas tomas montadas entre sí. Hay pequeñas diferencias, movimientos, estímulos que dislocan a cada copia y muestran la heterogénesis temporal de la escena, hacen evidente, como buen vanguardismo, el dispositivo.

Pero hasta ahora no hay porno. Porque la imagen del porno es la de la eyaculación grotesca sobre la cara del partenaire. Hasta ahora solo hay concepto. Entonces la directora opta por solucionar su modernismo con más modernismo: los 15 Juanes se agrupan con sus grandes miembros entre los dedos en un círculo y las eyaculaciones mutuas, diferenciadas por microsegundos y diversas contexturas en los fluidos, caen todas sobre el ojo de la cámara que las recibe desde abajo.

La imagen se borronea, pero no desaparece. Sobre ese fondo de dripping aparecen los créditos en letras rojas con una música instrumental ochentosa. “Escrita, dirigida y producida por Juana Pè”.

 

Un crítico de cine observó: “después de la pornografía viene la ceguera. Y, sin embargo, con los ojos arrancados, todavía nos seguimos mirando.”


Publicado en Barbaria

La izquierda borgiana

 

Manuel Ignacio Moyano

 




Hace rato que Borges ya no influye más. “¿Qué hacer con Borges?” ya no constituye ningún problema. Que se lo lee, es obvio. Incluso, es una asunción, un boleto de entrada a lo que se llama “literatura argentina”, sea para escribirla o leerla. Pero para que esto fuera posible, digo, para leer las Obras Completas y totémicas del Gran Escritor Argentino, apoyada en su feligresía de custodia, sin que influya, hubo una operación precisa, contundente, destilada en varias décadas. Si el “¡Maten a Borges!” de Gombrowicz, subiéndose al barco para irse del país de una vez, fue un mandato de las camadas de los ‘60, ‘70 y ‘80, la realidad es que se hizo algo mucho mejor; en los márgenes que interesan acá, claramente. Se lo hizo de izquierdas.

El siglo XXI se abre con dos buenos polemistas. Por un lado, Alan Pauls largó El factor Borges donde, entre minucias muy bien escritas, nos legó una tarea: “‘Hilarizar’ a Borges, restituirle toda la carga de risa que sus páginas hacen denotar en nosotros, reanudar la circulación de ese flujo cómico que permanece encapsulado: en una palabra idiotizar a Borges de una vez por todas…”; idiotizarlo e ir tan lejos con esto como podamos. Un mandato ya anunciado en no otro que Héctor Libertella: criticando la “represión” a su vanguardismo inicial, como lo hace en la solidez clasicista en los afamados cuentos de Ficciones y El Aleph, publicados a lo largo de la década de 1940, “con una fórmula táctica, que es la de su pervivencia en el mercado, y que también ha sido eficaz en el cuerpo social y político de la Argentina toda: SALUD = REPRESIÓN”, ante esto, el “viejo bebé que bebe” proponía a inicios de los ‘90 “hacer que los laberintos lo confundan y lo pierdan, allí donde éste quiso hacerse transparente, internacional, universalista”. Confundir a Borges, y cuando no, directamente idiotizarlo, para neutralizar su influjo. Algo menos edípico que el “matarlo”.

Y esto supuso una operación que puede ser tildada de “izquierda” porque precisamente apuntó a la base de la transparencia, la internacionalización y el universalismo con que el Gran Escritor Argentino viajó por el mundo —vivo y muerto. En otros términos, a la base del liberalismo cosmpolita que bien se le conoció junto a sus amistades de Sur.

También se puede tildar a esta idiotización con la adjetivación “de izquierda” al recapitular en la segunda polémica que abre el siglo XXI de la literatura argentina, o mejor, para usar la formulación del mismo Libertella, de la “librería argentina”. Me refiero a la publicación en el año 2004 de Literatura de izquierda, de Damián Tabarovsky.

Contra los imperativos morales del compromiso, la pose del referente, el café con leche de la narrativa de vidriera apoyada en las ventas, la literatura de izquierda sería aquella que “está escrita por el escritor sin público, por el escritor que escribe para nadie, en nombre de nadie, sin otra red que el deseo loco de la novedad. Esa literatura no se dirige al público: se dirige al lenguaje.”

Así y así, esta literatura apunta al mismo lugar que el de la izquierda: la utopía. O bien, el ningún lugar (u-topos). Porque si está “fuera del mercado, lejos de la academia, en otro mundo, en el mundo del buceo del lenguaje, en su balbuceo”, su realidad es negativa: no tiene mundo sino como un porvenir que no está ahí, porque el ahí es siempre mercado o academia —tampoco está en el escritor, que se puede convertir de la noche a la mañana en todo el mercado literario del momento o dejar crecer una academia interna, la de escribir para las fuentes bibliográficas de la crítica.

De modo que entre idiotizar a Borges y escribir para el lenguaje (actividad igual de idiota e idiotizante que la primera), se puede atenazar una zona sin existencia, o bien, fantasmal (Fantasma de la vanguardia se llama precisamente el segundo ensayo de Tabarovsky que tensa este lugar-sin-lugar). Y esa zona es lo que hace, aquello que quisiera canonizar como “izquierda borgiana”, con el propio Borges: esfumarlo como arena entre los dedos.

Hay muchísimas escrituras que han atravesado, y lo siguen haciendo, este espacio de turbulencias, apoyadas por la guerra de guerrillas de las editoriales independientes (salvo las demasiado serias o adineradas).

Los nombres, como siempre, están de más. Lo importante es la actitud.

Y la actitud de esta utopía es una muy clara: la irreverencia frente a la tradición. Esta marca de agua borgiana hizo potable su ingreso a los cenáculos de la izquierda cultural. Lo cual significa que Borges entró en ese agrillado esquema de lecturas a través de su filiación con el maestro de la irreverencia, don Macedonio Fernández (“Borges por Macedonio” escribe Libertella para precisar lo que haría menos digerible al último escritor de la derecha liberal). Pero esto significa también que en la izquierda cultural, más allá de los imperativos del compromiso y la denuncia, se abrió en la Argentina una zona liminar, evanescente, donde la escritura se liberó del “intelectual orgánico”, tanto de su misión de referir la realidad como de guionar a las masas. Es decir, esto implica que en esa izquierda cultural se dio un paso más allá de la idea de cultura. Un paso hacia a la literatura de izquierda que al librarse de la carga de escribir para liberar a la sociedad pasó a escribir para liberar al texto —del fascismo de la lengua: la obligación de decir. Cuando sucedió esto, que fue claramente un paso de comedia, la irreverencia borgiana se empleó contra él mismo. Y empezaron los destilados que por ahí y por allá embebieron a muchos y muchas.

Y de la irreverencia, nacieron dos tácticas: la transgresión y la fiesta.

La transgresión implicó primero que nada a los géneros (se pasó de uno a otro esquivando a las aduanas de turno), y luego a los cuerpos, donde se llegó al punto límite en que el cuerpo se derramó entero en el texto, para astillarlo y transgredirlo. En consecuencia, el sexo pasó a ser un hecho literario exquisito. Y en paralelo, se festejó, segunda táctica, porque el monstruo, con su fiesta, dejó de ser un recurso tragicómico para desfundar desde el liberalismo las tretas del peronismo. La fiesta del monstruo se constituyó en cambio, con otro paso de comedia velocísimo, en un potente estilo literario, y la ficción fue arrasada con tal virulencia que volvió a caer en el piso del que nace equívocamente: el del lenguaje tatuado en el cuerpo.

Los nombres, insisto, están de más.

Pero está el apelativo femenino “borgiana”. Sí, pero lo está al lado del sustantivo femenino “izquierda”. Lo que pasa ahí en medio es de festejar. Porque se trata de celebrar la idiotización y transgresión al tótem del Gran Domador Ciego, o sea, al del Gran Escritor Argentino que mientras escribe doma la llanura literaria de nuestras tierras. Esa es la mejor zona de la literatura nacional desde hace tiempo, una literatura emancipada de sus dogmas culturales.

Se trata, sin embargo, de una franja que se destila y pierde de vista entre las ventas masivas y los papers académicos, que juntos hacen a la cultura. Por eso, leerla puede llevar a la idiotez. Habrá quienes estén dispuestos a correr el riesgo y festejarlo. El que no, continuará, como escribió Confucio alguna vez, siendo de lo más idiota: quien cree poder no serlo.


Publicado en Barbaria