martes, 26 de noviembre de 2019

El borde ilegible. Una antilectura de Célibes liebres de Silvina Mercadal (Ed. Taller Perronautas)

Manuel Ignacio Moyano





Si comenzar fuera posible, empezaría acostado atrás de una pregunta que se lanzó por ahí. “¿Qué puede ser la literatura…”, escribió alguien, “…sino, precisamente, una existencia póstuma del lenguaje?” Pero como no es posible comenzar nada, mucho menos a escribir, no empiezo acostado atrás de esa pregunta sino flotando desde ella, así como desde ella el lenguaje flota póstumo en eso que se llama literatura.
Así las cosas, quisiera hablar de la liviandad como literatura, como la cosa literaria.
Quisiera hablar de la liviandad de las célibes liebres de Silvina Mercadal. Quisiera decir que ellas son un libro que no se puede leer. Un libro hecho para que quien se asume como lector, no pueda sino patinarse sobre un borde ilegible, fracasar en su tarea.
Una cita para seguir sin empezar: “De la espina sangrante cuelgan frases encriptadas”, dice una línea, y veo la cripta literaria como una puerta cerrada. Porque lo críptico es lo que se cierra, y lo que desea solo una cosa: no ser interpretado. Podría decir, irguiéndome para salir de esa pregunta, que las frases crípticas abundan en este libro pidiéndonos que las dejemos libres, sin interpretación, pero no. Las frases que cuelgan de esa espina roja, y que flotan en ese desgarro, no dejan al lector elevarse de la letra, no dejan lugar a la erección varonil. Piden en cambio un ejercicio animal, rasante, veloz. Flotar, sí, pero bien cerca del piso. Y la imagen se hace sola: como las liebres huyendo en el bosque. Livianas.
Así las frases y también las palabras de este libro. Liebres que huyen, que huyen para encriptarse, cerrarse sobre sí mismas, volverse ilegibles. Sin embargo, en eso hay algo singular. Porque lo que se cierra con tanta fuerza y pasión, como cada frase y cada palabra acá vertidas, en un celibato casi místico, muestra que de fondo cerrarse es imposible. No hay que dejar de hacerlo, porque es imposible lograrlo. Entonces la cripta no es un lugar, sino una gimnasia, un ejercicio que insiste sobre sí repeliendo la lectura.
Y así llama. Así es la llama que titila en esa cripta, una fugacidad ilegible.
Su estructura es la del hurto, la de aquello que se hurta a sí mismo para hacer un agujero que se cierra al infinito. En una palabra, el vacío. Y eso es lo ilegible, aquello que no se puede asir sino por sus bordes. Lo único que nos dejan las célibes liebres es el borde ilegible del vacío.
Y de todo borde emerge un bordado. Uno para antileer.

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Precisemos, porque si hay una demanda en este libro es aquella de la precisión. Cada palabra se fuga de sí misma, se autovacía, agujereándose en una opacidad que no permite leerla. O sea, cada palabra es un bosque cuando la luz se va, en los últimos rayos y la progresión de las sombras. Lo ilegible. Pero por eso mismo, porque se torna ilegible, da a leer otra cosa, otra palabra: leemos entonces “célebres libres” ahí donde está escrito “célibes liebres”. O más bien, leemos “célebres libres” justamente porque no leemos “célibes liebres”. Es que donde cada palabra se hurta a sí misma, se borda otra palabra. O sea, lo ilegible se hace borde y así escritura. Vuelvo a la sugestión de la pregunta inicial: ahí donde la palabra muere, nace la literatura.
El libro de Silvina silba e hilvana esa paradoja, la de la palabra después de la palabra. Es así como podemos sostenernos de alguna manera en la resonancia perenne de este lenguaje póstumo, de esta palabra que suena duplicada en su espectral posvida. El juego de rima constante que ensaya la poeta, apuntala esta línea de resonancias que aparecen en la inclinación de cada oreja. Escuchen: “La / cabeza / trofeo / fatal / Morfeo // corifeo / lanza / llamas / oriflama / flecha / y / flama.”
Esa es la primera operación.

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Pero hay una segunda. Quizás como un embudo, donde se puede ver desde cierta perspectiva un agujero adentro de otro agujero, hay ahora en este vacío de la palabra un segundo vacío. El del deseo. Si en el agujero de cada palabra, se convoca siempre a otra en el equívoco más dulce de todos, hay a su vez, como segundo gesto, una pulsión que de fondo ya no convoca sino a una disyunción radical. A un deshacimiento que atraviesa todas las palabras ya heridas. Entre los verbos empleados, se deja presentir un infinitivo, algo indefinible que cautiva y llama a las palabras a su lecho de muerte y fundamentalmente a quien lee.
“Protocautiva” se escribe como título a un poema, y leo “provocativa” pero para ver, además del equívoco, la borradura del sujeto mismo que soy como lector. No solo se borra el quién escribe, como quiso toda una generación, sino también el quién lee. Así, el hurto de la palabra ahora es un hurto a la figura y a la posición (sexual) de quien lee. Sobre esta segunda tumba, corretean festivas las liebres y se abre el deseo propio de lo hermético, ahí donde ellas festejan su celibato porque no hay más lectura como penetración.

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¿Qué y dónde la liviandad, entonces?
De lo dicho se desprende que la palabra agujereada, reduplicada incesantemente en una figura de sobrevida, o sea, en literatura, agujereando así al lector, hacen lugar al erotismo de quien se sustrae doblemente. Si la figura prototípica del amor erótico es la caza, y del cazador como posición dominante, la liebre célibe o la libre célebre toma ahora la escena en su fuga: disloca la palabra, y disloca la lectura dejando simplemente la letra. Un grafismo ilegible.   
¿Qué y dónde la liviandad, entonces? Precisamente en este erotismo en fuga. En ese celibato lunar.
Se recuerda, en la contratapa, a través del Diccionario de símbolos de Juan Eduardo Cirlot que en China “se conceptúa a la liebre como animal de presagios y se supone que vive en la luna”. El último poema dice: “La liebre ¿lúbrica? / en librea. Oh Gran Liebre / enséñame lindamente / tan libre la luna.” Ya no estamos en el erotismo de la palabra completa, ni siquiera de la palabra agujereada, sino en el de la letra como última sombra. Porque como se sigue de este último poema, la luna y la liebre no son sino el sonido de la lengua que se cuelga del paladar dejando correr el aire por sus costados para así pronunciar la ele. Ese soplido inestable y suave y apenas sostenido de las eles de liebre y luna abren paso al erotismo de este libro.

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El libro es entonces la Gran Liebre. O, como diría alguien sin empezar todavía, la luna que flota plateada en el bosque que se hace noche.

Publicado en https://www.vallejoandcompany.com/el-borde-ilegible-una-antilectura-de-celibes-liebres-2019-de-silvina-mercadal/



lunes, 18 de noviembre de 2019

Los perros y la muerte. Sobre "Perros" de Mark Alizart

Manuel Ignacio Moyano


Perrros, de Mark Alizart - Ed. La Cebra


Ese perro bebiendo agua en mi vaso de agua tiene en su cara un asombro parecido a mi cara. Acaso, es un destello del perro de mi cara, otro asombro de mi espejo donde aparece el agua (bebida) y el perro borrado por milagro. 

Osvaldo Lamborghini, Sobregondi retrocede.


Recuerdo haber leído por ahí que leer es un acto de fe. Un acto donde lo que se juega primero que nada es cierta fidelidad, porque hay que comprometerse a la palabra de otro u otra al menos en una entrega, por ejemplo, de tiempo, porque hay que partir de la creencia de que ahí donde nuestros ojos tocan, hay algo: un sentido, una pregunta, una anécdota, un estornudo, incluso una letra, incluso porque hay que creer que ese jeroglífico que vemos es una letra. Habría que agregar, también, que leer supone cierta servidumbre: se lee para ponerse bajo la palabra de otro u otra. O bajo sus marcas. Y en la mayoría de los casos, voluntaria: comúnmente, nada ni nadie nos obliga a leer. Leer es un acto de fe, un servirse de la palabra de alguien más y una entrega de algo nuestro a eso que leemos. Un acto de fe y servil. Pero agregaría a su vez, un acto alegre. Leyendo Perros de Mark Alizart, una sensación de este tenor me queda resonando. La sensación de asistir a la alegría de la fidelidad o, más complejo aún, a la alegría de cierta servidumbre voluntaria. Vamos por parte. El libro comienza con un objetivo dulce para terminar afirmando, casi con rabiosa seguridad, otra cosa. Alizart nos propone comprender “el milagro de la alegría de los perros” y termina afirmándonos que nosotros, humanos, venimos de los perros. El singular giro de una pregunta sobre la alegría canina a nuestro absoluto parentesco con ellos, pasa de improviso. Como si dijéramos, Alizart se encuentra, como nosotros, los lectores, con esta verdad. Con su raíz canina. Y nos la deja leer en el gozo de esa revelación. La alegría perruna pasa, así, a ser la nuestra, porque nos vemos perros.
Empezando por repensar el prejuicio que pesa sobre la supuesta alegría en la sumisión del perro al señorío del hombre, y por medio de un lento paseo sobre diversos mitos, textos, películas y anécdotas, el autor nos propone la historia del hombre signada por la del perro y viceversa. Como si nos dijera, fueron el uno para el otro el límite (“la membrana” es la figura que emplea Alizart) mutuo con que se desarrollaron. Límite que no separa, sino, por el contrario, que une. Entiende así que la fidelidad incondicional del perro viene por su comunismo: “no es que amen a los amos, es que aman a la sociedad”, sostiene. En otras palabras, aman a lo que une, a lo que hace comunidad. Pero porque ellos son precisamente “el animal que une”, dice Alizart, señalando la condición medial del perro, a medio camino entre la naturaleza y la cultura, entre la barbarie y la civilización. Es que el perro es una figura límite, de los umbrales. Suelen dormir bajo los marcos de las puertas, ahí donde lo que es el interior de una casa, por ejemplo, se quiebra en el exterior. Como figura límite, entonces, el perro unifica, pero lo hace quebrando la interioridad y definiéndola a la vez como interioridad —como hace cualquier límite—, casi a mordiscones. Una forma de ingresar el afuera en un adentro. Y lo que unifican esos dientes primero que nada es la idea de humanidad. Por eso venimos de los perros, porque así como el día quiebra la noche convirtiéndola en tal, los perros quiebran a los hombres haciéndolos ser lo que son. No habría hombres sin perros. Esta es la tesis central del libro.
Entonces, ¿cómo es que se une la pregunta por la felicidad de los perros y el hallazgo sobre nuestra ascendencia canina? La respuesta es contundente: “El perro es feliz porque hizo al hombre…” Otra forma de decir que el perro es la madre de los hombres. El eterno cliché del amo y el siervo con el cual se ha defenestrado a los perros, se da vuelta rotundamente. Somos siervos de los perros. Su fidelidad es, en verdad, la nuestra. En consecuencia, ellos son nuestros amos, nuestros reyes que nos llevan de la correa, nos hacen jugar, nos hacen alimentarlos. “Ese perro, tu rey”, concluye el libro de Alizart. Quizás acá se encuentre el gozo de mi servidumbre de lector, la alegría de mi fidelidad mientras leía estas páginas. No estaba sino asistiendo a un retorno a mi origen, al encuentro con mis reyes. Pero no, hay algo más.
En la solapa del libro editado por La Cebra, otro animal quizás perruno, se nos cuenta que este libro nace ante la muerte de un perro en particular, Luther. Pienso en la muerte y recuerdo, como un eco lejano, un cuento de Borges con el que podríamos darle una bienvenida argentina a Alizart. En “El inmortal”, el narrador se nos presenta como Marco Flaminio Rufo, un tribuno de una legión romana del siglo III d.C., que decide, guiado por ciertas fábulas, dedicarse a descubrir la mítica Ciudad de los Inmortales y beber el agua del río que “purifica la muerte de los hombres”. Aventurado en su empresa, y ya habiendo quedado solo luego de que sus hombres murieran o desertaran, nuestro personaje llega finalmente a las afueras de la famosa Ciudad y bebe, herido y sediento, de un riachuelo. Encuentra a su vez trogloditas, cuasi hombres que no hablan y comen serpientes, que viven en grutas y no hacen nada, ni siquiera dormir. “No inspiraban temor, sino repulsión”, dice el narrador. Recuperadas sus fuerzas, se dirige al lugar deseado y una de estas criaturas lo sigue “como un perro podría seguirme”, pero quedándose en la puerta de la gran Ciudad, como esperándolo. Luego, una vez afuera de esos suntuosos y laberínticos palacios de piedra, el tribuno reencuentra a su singular compañero. “La humildad y miseria me trajeron a la memoria la imagen de Argos, el viejo perro moribundo de la Odisea, y así le puse el nombre de Argos y traté de enseñárselo. Fracasé y volví a fracasar.”, comenta. Finalmente, luego de unos días, el legionario romano se despierta de un sueño y ve que Argos, el troglodita, llora mientras contempla la luna. “Argos, perro de Ulises”, gime en un difícil griego. El tribuno le pregunta qué sabe de la Odisea. “Muy poco”, responde. “Menos que el rapsoda más pobre. Ya habrán pasado mil cien años desde que la inventé.” Los inmortales eran, a fin de cuenta, los trogloditas que moraban en los alrededores de la Ciudad y el salvaje que se hiciera fiel seguidor del narrador no era otro más que Homero, quien había escrito la Odisea mil cien años antes y lo había olvidado. Pareciera sugerirse de fondo que la inmortalidad no sería sino una vuelta al origen del hombre, a su prehistoria perruna. Y es algo de esta pregnancia cíclica lo que nos exige el libro de Alizart, volver a los perros.
Después de Deleuze, los filósofos se han acostumbrado a pedirnos que devengamos algo distinto a lo que somos. “Menor”, “animal”, “mujer”, en la mayoría de los casos. Y Alizart también lo hace, pero con una preciosa ironía. Es que nos pide que devengamos perros, justamente aquel animal que Deleuze detestaba, considerándolo la vergüenza de su reino o, como recuerda Agamben, un animal triste, como el hombre. ¿Qué puede significar, entonces, “devenir perro”? Retrocedamos. “Argos, perro de Ulises”. En el canto XVII de la Odisea, cuando Ulises regresa a su casa en Ítaca vestido de mendigo para que nadie lo reconozca, es Argos, su viejo perro, quien lo reconoce. Y muere. Al instante. Pascal Quignard, en su libro Morir por pensar, traduce ese reconocer como “pensar”. Argos, el perro, piensa a Ulises. Y muere. Y no solo lo espera por veinte años, sino que está recostado sobre el estiércol. En la miseria. Mueve la cola, baja las orejas, y muere. Una lágrima, como la del troglodita en el cuento borgeano, cae por las mejillas de Ulises. Prosigue Quignard: “el verbo ‘noein’ (que es el verbo griego que se traduce como pensar) quería decir primero ‘oler’.” Con lo cual, bien se podría decir junto a Alizart que la filosofía nace en la nariz, en el hocico, en esa facultad de juzgar perruna, facultad que espera y espera.
Pero, entonces, ¿qué implica la muerte de un perro, la muerte de Argos pensando a Ulises después de esperarlo veinte años? El autor de Perros nos propone una tesis sacrificial: “Todos los perros pueden ser considerados como combatientes muertos por la humanidad.” Yo no estoy de acuerdo. Y no lo estoy alizartadamente. Es que no hay alegría en el sacrificio. Creo que la muerte de un perro nos revela la ausencia de todo sacrificio, una fidelidad alegre, más íntima: la de nuestra propia muerte. Y es eso lo que presentí en la lectura de este libro. La alegría de mi propia muerte en su fiel espera en el umbral de otro mundo, incluso echada sobre estiércol, incluso a pesar de los años, pero sin sacrificarse, espera sin sacrificio. La muerte de un perro enseña que la muerte es la perra de la vida, de cada vida, la fiel compañera. Con lo cual, devenir perros, podría decirse retomando la ética de Alizart, es una forma de aprender a morir.
Quisiera concluir contando un efecto de esta servidumbre lectiva. En la noche del sábado o del domingo, soñé que me nacía una muela en el paladar. No hablaba, no le contaba a nadie esto, solamente sentía un diente de más, y lo veía saliendo de la negrura de mi hocico, como si mirara dentro, pero sin mirar. Conservo la imagen vívida. Después aparezco caminando por las calles del barrio de mi infancia, yendo a la panadería, esa del cartel con letras amarillas. Un perro de manto negro, de patas flacas y de estómago hinchado comienza a seguirme. Es el Sambo. Tengo ocho o diez o doce años y me sigue hasta mi casa. Lo hago pasar, le sirvo comida en una vieja olla de metal. Come, duerme, y por las noches se va de juerga, como dice mi papá. No es guardián. Vive con nosotros dos años hasta que un día decide abandonarnos. Cinco o diez o quince años después me entero, no sé cómo, que había muerto y mis padres nunca me lo contaron. Prefirieron inventarme que se había ido. Me despierto, estoy transpirado, la almohada estuvo apretándome la mandíbula, siento la boca seca y rara. Recuerdo la muela en el paladar, pienso en el Sambo y en que todavía estoy esperando que vuelva. La luz de la mañana se derrama a través de la ventana. Las páginas del libro sobre la mesa me piden que vuelva a leer. Entonces, mientras espero al Sambo, con un café caliente entre las manos, sigo leyendo en silencio.

Publicado en https://edicioneslacebra.com.ar/los-perros-y-la-muerte-sobre-perros-de-mark-alizart/


Una excitación. Sobre "La cautiva, alucina" de Silvina Mercadal

Manuel Ignacio Moyano


En el título del libro, la coma que separa el sujeto del verbo, sujeto que es ya también un verbo, de alguna forma lastima. Molesta, corta sutilmente. Que por qué no haber escrito, directamente, la cautiva alucina es una pregunta que se puede responder, tal vez, porque no se trata de una afirmación. El movimiento es menos ostentoso, menos rápido. Más primigenio, más tenso. La primera sensación al terminar de leer es erótica. Un suspenso, un tiempo diminuto en que algo vacila, ese tiempo antes de la afirmación pura y voraz —letal— del deseo. El deseo en sus ciernes, erótico, antes de su consumación. Ahí va una coma, esa coma, un pequeño tiempo que separa dos verbos, que separa para no convertirse en verborragia voraz, que suspende, quita peso. Todo el largo canto está sostenido en la caída de un hilo tan liviano que báscula ante el viento, que se modula para no afirmarse del todo, y que cae al fin en punta de alfiler punzante y se clava sin que entendamos cómo. Casi de improviso. Como si dijéramos, un juego de costura invisible sobre el cuerpo. Algo que se mueve y hunde, rápido y ávido, para exudar sangre. Un libro, entonces, de erotismo sado, donde el juego gramatical se lubrica rojizo con la sangre de la llanura. Por eso alucina. Porque hay una lubricidad que lubrica el corte —del verso— abriéndolo a un devenir —del largo poema— que hace entrar en la carne un puñal como en el cuello de una vaca. Y, entonces, ¿cuál es la operación? Una excitación, claramente. El padre de la literatura nacional, Esteban Echeverría, es puesto en cita y por eso expuesto, sacado de su lugar, enjaulado en esa llanura que inventó junto a Sarmiento y la gauchesca. Excita leer la alucinación de la cautiva, excita encontrarse cautiva —en la jaula llana de la literatura nacional— y alucinar la libertad en el seno de la violencia bárbara. Excita sentirse en el reverso, como un guante dado vuelta, escribiendo desde la prisión abierta. Excita el modo en que el desierto y el puñal en mano de “ella” (la cautiva o Mercadal, lo mismo da) cortan el viento para hacerlo devenir un pliego de voces, un remolino que susurra incesantemente hasta que ese “ella” se abre como una visión que llama y espera vengativa, con el puñal carmesí entre las piernas, como una coma sobre el fondo de la pampa literaria.

Llegó otro día ardiente
ella soberana indómita
del humo, cautiva sola
formas del desierto
fantásticas visiones.


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Un desboque memorioso. Sobre "Incrustaciones dubaitíes" de Augusto Munaro

Manuel Ignacio Moyano


Incrustaciones dubaitíes de Augusto Munaro (Ed. Lisboa)


Iba a empezar estas líneas con la palabra “entro”. Y no. No puedo porque no entro a ningún lado, sino que ya estoy ahí: en el acá y ahora de una escritura.
Para leer, hay que abrir los libros, encontrarles la vuelta, las grutas por las cuales se ingresa a la caverna del escritor, ese lugar donde solo hay jeroglíficos en las paredes y resonancias de ruidos que no se sabe de dónde vienen ni dónde van. Con los libros de Augusto este ingreso aparece como las noches de invierno, como los sueños o el insomnio. De golpe. Sin pedir permiso. En estos libros, la literatura nos topa, nos lleva puestos, no espera que entremos, nos avasalla y disloca sin piedad. Se hizo de noche, decimos, y no lo podemos decir sino en pasado, porque no nos dimos cuenta de su llegada, porque sin prestar atención nos vimos en un lugar que no conocemos (repito, como los sueños o el insomnio). Estamos así adentro de la caverna literaria por un gesto que nos avanzó (detalle primordial: el fantasma de la vanguardia, ese gesto de avanzar, recorre continuamente las líneas escritas por Augusto).
En esta caverna hay una sola verdad. La opacidad. Por eso se trata de una zona anónima en la que algo que por convención denominamos “una voz” se esconde y se pone en estado de perpetuo secreto. Se sabe ya: solamente hay una voz literaria cuando emerge esa oscuridad que desatiende las identidades, los rasgos, las caras, los quiénes, las biografías, los temas, los premios y las ventas en la transparencia del mercado literario. Lo único que podemos ver ahí, en la caverna, es una gran boca destilando esa voz que se pierde entre las paredes dejando solamente piedras picadas y resonancias. Hay escritores que hacen de esa boca una sonrisa igual de irónica que bella (Borges, Libertella, Aira), otros una carcajada (los Lamborghini, Harwicz), otros un bramido mudo (María Moreno), otros una máquina de dientes (Fogwill), otros una caja de ritmos (Néstor Sánchez). Augusto no se cuenta en ninguna de esas bocas. La suya es distinta.
Insisto: no entramos, cuando leemos sus libros, ya estamos ahí. Y la caverna, esa gran boca de piedra en la que resuenan las marcas de la literatura, se nos aparece entonces como lo que nos rodea, aquello que nos inunda. Esta excritura (y ahora la digo con la X del prefijo ex-, que supone el afuera, lo más allá, lo ex-traño) es una caverna puesta fuera de sí, una boca salida, dada vuelta como un guante. Por eso estamos ahí sin haber entrado. Se trata de una boca que desbocándose vino a nosotros. En Augusto y su literatura asistimos a un desboque, a la pasión de quien excribe para esquivar los lugares donde queremos rubricarlo. Por eso cualquier libro suyo nos desarma como un río serrano en el instante oblicuo de su crecida. La pasión del éxtasis.
Así es como podemos leer estas Incrustaciones dubaitíes. Pero agregando un detalle más. Se trata de un desboque que ahora recuerda. Que nos lleva a un paraíso artificial, a Dubai y a una infancia. A medio camino entre películas hollywoodenses en VHS, maestros de escuela en inglés, cinematógrafos y bibliotecas ya destruidos, este libro avanza como la tipografía manuscrita que llamamos letra cursiva con el frenesí continuo de arrojarse hacia adelante, aunque volviendo cada vez para colocar los puntos sobre las íes, las tildes necesarias y las barras que horizontales cortan las tes. Así avanzan estas incrustaciones dubaitíes. Como si dijéramos, a través de una fuerza arborícola que se da formas rigurosas, entallándose con una inmodestia que va recreando un cuerpo singular: el de una “palmera datilera” recostada artificialmente sobre el mar. Este libro tiene la singularidad de abrirse como un árbol, con su misma fuerza, pero acostado, perdiendo así la solemnidad de la verticalidad, aunque dejándonos con la sensación de vértigo y evitándonos el mal gusto de cualquier sentimentalismo memorioso. Dubai aparece como un vértigo horizontal.
Lo que se nos da en este desboque memorioso, por lo tanto, es una infancia tan espumosa como la brillantina de las películas hollywoodenses, o sea, como el fetichismo de la mercancía y su espectáculo. Y esta memoria se enclava igual que el artificio de una republiqueta bananera: “un tal Tom Baker que vivía extático”, dicen unos versos, “con su mujer, sus hijos, su O Km; / y un empleo / permisible a la sonrisa del Guasón / que presumía    a toda hora / cambalachar –como yanqui que era- / d américan güey of laif”. Esto nos permite entrever que las incrustaciones dubaitíes, acá poetizadas, son en verdad incrustaciones de una yanquilandia impuesta como mercancía global. No se trata de un libro de denuncia, no me malentiendan. Se trata de una práctica que retoma el proyecto más auténtico de la literatura moderna, el de Baudelaire, aquel que buscaba exasperar a tal punto la conexión entre mercancía y poema para que así reventaran a la vez. De nuevo: el fantasma de la vanguardia haciéndose eco en esta excritura. Dicen otros versos: “…rupias yenes soles libras francos tugs / australes pesos pennies liras dinares / pesetas piastras napolitanas florines / escudos rublos fiales dinares coronas / doblones dólares marcos & —claro— / dírhams… / d las formas / & tamaños / + diversos”. La poesía como moneda, como dinero, como entregada a su límite, el mercado, para desbor/darse. Un gesto que hace reventar la literatura contra el mercado, justamente eso que el mercado literario, o bien, la literatura de mercado, no quiere hacer bajo ningún precio.
De modo que la caverna desbocada de Augusto nos deja ahí donde la vida mercantilizada, “d américan güey of laif” o bien nuestro presente, explotan. Las esquirlas de esa explosión se llaman, justamente, “incrustaciones dubaitíes”. Hay un gesto libertario acá que es preciso saber leer, hoy más que nunca. Un gesto donde la liberación del poema ocurre en su estampida contra la moneda.
La poesía arde, entonces, sin solemnidad militante, como un río de fuego. Como plásticos quemándose en nuestra memoria. Como la noche derritiendo la lengua, sin pedir permiso. Y eso se agradece: muchas gracias.

Publicado en https://www.vallejoandcompany.com/un-desboque-memorioso-sobre-incrustaciones-dubaities-de-augusto-munaro/