viernes, 21 de febrero de 2020

Maples de huevos y el arte del desinterés. Sobre la buena y la mala literatura

Manuel Ignacio Moyano




Me meto en un debate entre Mina Harker y Nicolás Jozami, que de entrada me resulta poco interesante y hasta innecesario. Pero por eso entro, desinteresadamente.
Leí por ahí, seguro alguna nota de diario o revista, suelta en la marea de las redes y redes virtuales que a puro agujero más que conexiones nos han cambiado para siempre la forma de leer; digo, leí por ahí un dato que me resultó extremadamente poético, literario: los libros que las grandes editoriales no venden son enviados a centros de reciclaje y con inmensas cortadoras de papeles, se trituran y se convierten después en maples de huevos. Claro que no se trata de los libros que han vendido una cantidad considerable, y de la cual quedan algunos miles dando vuelta por ahí entre librerías esperando a sus clientes. Solamente los libros que como promesas literarias, defraudaron todos los cálculos del marketing editorial. Para decirlo de una: de aquellas escritoras y de aquellos escritores que, siendo de mercado, no fueron bendecidos por el mercado. Alguien dijo por ahí: nada más boludo que un escritor de mercado sin mercado. Para mí, en cambio, hay algo extremadamente bello en ese boludo, en esa boluda. Lo imagino de acá a unos cuatro o cinco años, cuando su novela no fue la venta esperada, sentado en su oficina de trabajo, dedicándose a otra cosa porque con eso no le fue bien, o, también, tratando de tapar la mancha del fracaso, escribiendo una novela nueva, una buena, una que va a tener lectores: clientes. ¿De dónde esa pasión, esa insistencia por vender con algo tan extraño e indefinible como la escritura literaria?
Otra sensación de igual color y belleza me agarra cuando vago por algunas librerías de usados. Esas pilas y pilas vendiéndose a, por poner un precio hoy coherente, 50 p. Incluso te venden hasta tres libros. Voy y veo esos autores del pasado, hayan sido best-sellers o no, poco importa, el chiste es que se quedan ahí, en un limbo al que el mercado le deja sugerido, porque claro que nunca se dice en público, el mote de “fuera de la moda”. Ojo, tampoco se encuentran tantas perlas, ni clásicos. Se trata de escritores que quisieron entrar al mercado literario, o que fueron punta de lanza de las editoriales en algún momento, pero ya no lo son. Y sus libros con las páginas amarillentas, algunos todavía con la línea de puntos de las ediciones en las que se debían separar las páginas con abridores de cartas, para nostalgia de románticos, ahí muriendo eternamente. Me llama la atención.
Y después están las críticas y los críticos literarios, que hoy, y desde siempre, también son escritores y escritoras (un poco a lo superhéroe: Batman y Bruno Díaz). Todos y todas sabemos que el ejercicio crítico bien puede aplaudir fiascos y resucitar de entre los muertos a cuantas escritoras y escritores se quiera. Esa potencia de revivir la vuelve esencial. Y también sabemos que, por la misma potencia, puede hundir y asesinar a cuanta literatura quiera. Sin embargo, lo que no pueden hacer bajo ningún modo, sobre todo hoy, bajo los actuales modos de producción, circulación y difusión del mercado literario (con el boom de las editoriales independientes en Argentina y América latina creando las más interesantes y enormes paradojas en torno a esos modos, claro que no siempre, siendo muchas veces, de manera inconsciente, bastantes solidarios al canon mercantil: demasiado hay de empresarios de sí, neoliberales camuflados de contracultura); decía, el modo de producción del mercado literario es aquello que prefigura los gustos y consumos de las lectoras y los lectores. En este marco, la crítica literaria es tan inerte como la buena literatura, todo lo define el mercado. O sea, el consumo se define ahí, y ni el escritor, ni siquiera el de mercado, ni la crítica, pueden meter bocado. Hoy vale más ser influencer que escribir bien, es decir: vale eso, da valor, y por eso vende. Sin embargo, esta opinión, que de alguna forma comparten la mayoría de las críticas que definen la buena y la mala literatura, tiene un sesgo sustancial. Se dice: la gente no sabe lo que quiere hasta que viene el mercado a decirle qué, y, como se repite hoy hasta el hartazgo, le hace desearlo. Hay dos supuestos: existe la “gente”, uno, y esa gente no desea sino a través del mercado, dos. Y por eso lee mala literatura, porque se vende más, como las y los influencers, que solo se definen como aquellos y aquellxs que mejor se venden. El corolario de estos presupuestos es que lo que a la gente no le interesa, es precisamente lo que al mercado no le importa: por lo tanto, ahí estaría la buena literatura.
Se trata de un dato estadístico que goza, extrañamente, del principado para definir bueno y malo.
Hace poco me encontré, contra esta hipótesis, con la palabra más que autorizada de una escritora de mercado, que gana premios, vende bien y está inserta en la red de la cultura crítica con publicaciones en las revistas y diarios más progresistas y leídos (curioso: ya en esa descripción se entrelee, quiera yo o no, que no escribe bien, que es mala escritora, y sin embargo, lo juro y perjuro, no la leí todavía); decía, esta mujer señalaba el elitismo ínsito a la literatura, algo insoportable y deleznable para ella. Y sí, es justamente lo deleznable de los supuestos anteriores: la gente no entiende de buena literatura porque están predefinidos por el mercado, son como niños a los que hay que decirles qué sí y qué no. Ello parte de una desigualdad de inteligencias, están los sonsos (el populacho consumista) y los inteligentes (los que saben, la elite).
Y todo esto nos deja en un callejón sin salida: mercado o elite (paracultural, disidente, crítica, etc., etc.). Lo que alguna vez se enfrentó como “industria cultural” o “autonomía artística”.
Vuelvo con algo respecto de la crítica: en su don de dar vida o muerte a la literatura, tildándola de mala o buena, se ha enclavado desde hace mucho tiempo en aquello que se supo titular perfectamente “el arte de la injuria”. Y ahí van las cuchilladas, los facazos ida y vuelta en todo el mundillo literario, haciendo de la palabra un arma punzante para herir narcisismos y, por eso mismo, seguirlos construyendo (no hay Narciso sin herida). Sin embargo, paradoja de toda lucha, sucede que muchas veces aquello que se ataca cobra visibilidad, incluso mucho más allá de sus propios méritos, y con ello se vuelve un hecho identificable, algo que los sensores de la cultura empiezan atender. Y entonces, astucia de la crítica, hay que saber cuándo y qué atacar. No sea cosa que se levante a enemigos de la tumba de tanto nombrarlos. Sin embargo, a pesar de ese arte de la injuria, por más maestría que haya en su manejo, eso no define en lo más mínimo las ventas. Vale más, da más valor, un tweet de influencer que un estudio del más refinado crítico. Y, quiérase o no, eso pone a la misma crítica en situación de elite, porque respecto a los parámetros cuantitativos, que son necesariamente los del mercado, es minoría.
Entonces, la ecuación da más o menos así: 1) la crítica define qué es buena y qué es mala literatura, el mercado qué vende y qué no vende, y la gente, o sea, los y las lectoras son buenos y/o malas según a qué sigan: a la elite o al mercado; o bien, 2) la gente es buena y sabe lo que quiere, a pesar de que todos quieran casi lo mismo. La paradoja acá está en que, para resumir, no porque todos coman mierda, la mierda es buena. Se sabe bastante bien esto. Ajá, ¿y después qué? Bueno, ahí está toda la encrucijada, el callejón sin salida.
Pero hay un punto en común. O sea, un lugar donde la crítica y la gente podrían coincidir en perjuicio del mercado. El desinterés. El arte del desinterés. Pero, se dirá: 1) eso que el público deja de lado, no solo lo hace porque el mercado lo deja de lado, también lo hace porque sería buena literatura (supuesto elitista). O bien, 2) eso que el público deja de lado, en lo que pierde el interés, y a llorar al campito, no es buena literatura porque la gente sabe lo que quiere (supuesto, ¿cómo llamarlo?, ¿populista?). Al primer supuesto le falta la igualdad de inteligencias, al segundo la realidad del mercado.
Insisto: hay un punto en común en el desinterés, y es más que interesante (un desinteresado interés), justamente, porque de ahí el mercado se retira, no se reproduce en su función de “interés” (el interés siempre es peor que la deuda, si lo sabremos…). Entonces, la ecuación nos deja un terreno sin mercado, donde el público, la gente, está, pero de forma desinteresada, o sea, como una foto en negativo de sí, como gente ausente. ¿Y la crítica? Para decirlo de una, el “arte de la injuria” en la crítica ya fue. Es elitista y obvio. Pero la literatura  para todos y todas tampoco es la solución (su deseo más oscuro es eliminar la crítica, la matización). Pero en la actitud del desinterés, la crítica bien podría comulgar con ese público fantasmal, que no está ahí. O sea, en vez de andar hablando mal, con lenguas que velen un comino al lado de un sticker de Moria Casán, para definir qué sí y qué no, mejor desinteresarse: como la gente. Una suerte de elite populista, que aprende del gesto popular, copia sus fórmulas de silencio y desinterés.  
Como no di ningún nombre hasta ahora, me permito terminar parafraseando a Borges, mostrando cómo todo este menjunje sin interés está ya ahí, y decir: “yo tampoco sé qué es la buena literatura, aunque soy diestro en descubrirla en cualquier lugar: en la conversación, en la letra de un tango, en libros de metafísica, en dichos y hasta en algunas novelas”.
Se podría agregar: hasta en un maple de huevos, ¿quién sabe?, bien podría ser un Borges.