miércoles, 18 de agosto de 2021

La Meloni. Posfacio a la transgresión

 Manuel Ignacio Moyano


La cultura mediática —la de la web— no legará ruinas.

Jorge Baron Biza, Escándalo y crítica. La grasa y la corrupción como categorías estéticas del cuerpo




Hay una rudimentaria praxis donde confluyen tres técnicas: de la historia, la guerra y el arte. Me refiero a la invención de ruinas: en esta confluyen la herencia, la tradición y la traición, la conservación, la invención y la destrucción. 

Paseo por el espacio virtual que la Meloni deja en su Instagram, eficaz testigo de su labor. Tenemos así la Disgrafía para un solo caracter. Hoces sobre pared (2018), donde esas herramientas hoy anacrónicas cuelgan y dicen: tiempo, manualidad. También una línea demarcada sobre la arena en la región Maule de Chile, en la que con un ladrillo improvisado atado a su pie derecho se marca lo que va a desaparecer en pocos días: la propia huella. Una ducha en que vestida solamente con alas de ángel y embarrada de la cintura para abajo, en 2009, queda anclada en una imagen fotográfica (con un gesto: las manos sobre la cara, tapando los ojos, refregando bajo el agua la suciedad). Un vídeo en la Plaza Seminario en Ciudad de México. Barre, descalza, rastros de cortezas y sus compañeros Brandon Sebastián Yerena Ramírez (en el tambor) y Miguel Ángel Rosas Blanco (en danza), del grupo Tezcamictlán, bailan su danza tradicional frente al Templo Mayor (2020). No solo barre; barriendo dibuja la sombra gigante del bailarín y su escenografía-vestuario (plumas, pulseras, etc.). Son situaciones hechas para desaparecer. ¿Cuál otra es su materialidad sino la transgresión de la situación que la confirma como lo que es: tiempo sin historia? Quizás ahí esté lo esencial de eso que ya no se sabe qué designa y llamamos “performance”, tiempo sin historia.

También abro el sitio https://mihojitadenenufar.blogspot.com/ y me encuentro con más situaciones. Otra vez Ciudad de México, Barro: escritura inestable (2019), donde a partir de un proceso colaborativo con un grupo de barrenderas y barrenderos de la Ciudad se presentó una acción colectiva en la plaza del Monumento a la Revolución. En ella, cada cual escribió el nombre más importante para sus vidas, usando tierra y sus escobas como material. Todo hecho de manualidades, y erosión. Todo para borrarse. Escrituras efímeras. Hay mucho más en esa línea. Tanto más como: palabras armadas con ramitas colgando de hilos, paredes caladas, carteles de neón con definiciones trascendentales (“el arte es una irregularidad de la violencia”), hoces dibujadas con la escoba y la tierra en una performance dirigida a ensuciar y limpiar todo para los ojos de galería de arte que miran y miran; y también muchas más situaciones —casi toda una vida. ¿Dónde estamos? Bueno, quizás en el cruce justo entre una temporalidad inasible, el instante, y marcas inútiles, de obsolescencia inmediata, hechas para desaparecer rápidamente.

Bien. 

Hay un nombre que vía paterna refulge cada vez en el trabajo de Meloni: Georges Bataille. 

Los libros del filósofo francés son libros que Meloni reinventa una y otra vez en muchísimas de sus performances, en sus imágenes y en sus escrituras. Por eso se topa con Natalia Lorio, batailleana, y epistolarmente arman el Libro Párpado (Borde Perdido, 2019). Ahí, alternadamente —en la única gimnasia que no descansa durante la vigilia: parpadear—, una y otra se entrecruzan de piernas para escribirse lo que pueden (insistencias reflexivas, caligrafías que reducen la escritura a su grado más bajo y táctil, el caligráfico, otras insistencias reflexivas) con el único deseo de dejarnos en un espacio sin lugar: el instante en que un ojo se abre y se cierra, la noche en el día, el silencio en las palabras, “todo en nada”, o, de manera fundamental, el ojo después de la mirada. Sí, “párpado” es un espacio que no existe, es el himen de la mirada, un momento epidérmico (de piel) que ciega y lubrica, para dejarnos ver el hueco donde desde atrás de la mirada cada ojo es una piedra incrustada en una carcajada: la de la calavera. Así las cosas, así la Meloni y la Lorio, así el Libro Párpado, que toca lo que todos los libros son: párpados que no devuelven la mirada como el espejo, sino el hueco bobo y ciego donde la noche puede hacerse en el día, donde quien lee es leída, donde a cada leída, las piernas se descruzan y vuelven a hacerlo debajo de la mesa de lectura para que el ojo asome, como El origen del mundo, por un instante absoluto. Básicamente: para que sea después de la mirada. Y para que sea ese espacio imposible, acuoso, fulgente; el instante obsceno, fuera de lugar, fuera de escena, el instante de bajos instintos. 

Bueno. 

Entre los últimos trabajos de la Meloni, después del cruce con Lorio, aparece una performance llevada a cabo en la Bienal de Perfomance 2019 en la galería El gran vidrio (Córdoba). Durante alrededor de 30 minutos, ella toma un objeto de yeso entre sus manos (un toro, o sea, un “adorno” producido en serie a baja escala) y lo lija y lija sin parar. Esta vez, retoma un vestuario que le da cierto aire de “torera”, algo que vimos en performances como Prólogo (2018), en Ciudad Autónoma de Buenos Aires, y las realizadas en las plazas de Ciudad de México, y avanza entonces con diferentes ritmos ante la mirada circular del público en una misma acción repetida que se vuelve estrictamente temporal: lijar, lijar obsesivamente ese toro de yeso que sostiene como un bebé entre sus brazos, repitiendo esa acción madre en medio de poses de torera, ritmos diferenciales en el lijado, golpes que resuenan en la galería, pequeños pasos irónicos que emulan el esquive de la tauromaquia, todo para crear una atmósfera astringente, secante, que levanta polvillo hasta volver alérgica la situación, difícil de seguir con los ojos abiertos, haciendo necesario el parpadeo. Al final, deja el toro de yeso mitad lijado en el centro del espacio. Nace así la serie de Objetos de yeso lijados a mano (2019-2021).

En otro orden de cosas, 1963. Foucault escribe su Prefacio a la transgresión, en homenaje a Bataille. Nos enseña que la transgresión es una relación en espiral con el límite, no su oposición, y que no niega sino afirma nada, porque señala de un solo golpe el límite y lo ilimitado.

Entonces, 2020-2021: la transgresión, todavía hoy. ¿Por qué? Leamos esos objetos de yeso lijados a mano. Se trata de figuras (animales e íconos religiosos en su mayoría) en las que el paso del tiempo se acelera con la lija en mano de Meloni, y así se erosiona su moldeado y los colores con que cada figura fue producida con ánimos representativos a través de un trabajo serial a baja escala que no es considerado arte, tampoco artesanía, sino un producto extraño y de bajo costo llamado “adorno”. Los objetos, de consumo algo masivo, pierden su unidad, su identidad, pero no del todo. Llevados al límite por la lija, resplandecen ahora en manchas blancas que borran sus partes moldeadas (rostros, orejas, piernas) y despintan los colores, chillones muchas veces, con que están recubiertos. Jugando con la intromisión del mercado-arte en medio, la artista hace “arte” de esa serie que no llega ni a ser industrial, haciendo que ahora un objeto comprado en cualquier negocio de bajo precio pase a formar parte del universo dolarizado del arte contemporáneo: primera, y paradójica, transgresión. Y de toda transgresión, quedan las ruinas de lo transgredido: partes de las figuras-objetos (patas sueltas, pedazos de pintura, formas de lo que alguna vez fueron miradas, representaciones). Se trata de lo mismo de siempre desde Duchamp en adelante, inscribir el vacío ahí donde la retina quiere ser el ojo y hacerlo mirada. Sin embargo, en este caso, el quedar a medio camino entre arte y producción masiva, se revela algo fundamental. Dos trabajos, dos modos de la producción de objetos, donde ahora, luego de la mano de la artista, como una mano santa, estos cobran un “aura” extraño: remontan a contrapelo la industria de productos de bajo montaje hacia un estadio manual, previo, casi artesanal. Pero, y acá va la fuerza inclasificable de la transgresión, esto hace de los objetos de yeso limados a mano una relación en espiral del límite entre arte y trabajo, porque de alguna manera da un paso hacia atrás, como si pasara “de la copia al original” (en las palabras irónicas de la artista para referir a estos objetos), pero en el lugar del original no seriado, manual, casi artesanal, no encontramos tanto la “primera vez” sino otra cosa, el objeto a partir del cual surge el molde y la series de copias: encontramos una ruina. Un pedazo de yeso, o más bien, pedazos de yeso que se abren en el centro de esas figuras producidas para el bajo consumo. A la vez, lo que vuelve más espeso todo esto es que lo que Meloni hace también es una “serie”: precisamente la serie de objetos lijados a mano. Este gesto anfibio, porque está entre dos espacios, genera una sensación intranquila. Es que esta transgresión confirma la nada que separa el arte de la industria, la nada que separa la creación de la erosión, la nada que separa la primera de la última vez, la nada entre el original y la ruina. Figuras del borde, y por eso mismo, porque juegan con el borde-límite de los “campos”, en ese descampado itinerante que camina la torera, habilitan el juego que Bataille llamaba “transgresión”. Lo que queda son objetos casi blancos, casi pintarrajeados, casi moldeados, casi manuales, objetos casi-objetos.

Entonces: segunda transgresión. Los ojos se ponen en blanco, y caen afuera de la mirada. Bataille otra vez, desarrollado por Foucault: “el ojo enucleado o invertido es el espacio del lenguaje filosófico de Bataille.” Los ojos se ponen en blanco porque en la lija que erosiona el yeso, que lo desgrana con absoluta impunidad, los ojos no ven ya la figura sino su ruina como un desierto abrasivo que le nace desde dentro. El ojo puesto en blanco (momento de goce, de éxtasis, de risa o lágrima, en Bataille) es el objeto de yeso lijado a mano. Quiero ser bien claro: tu ojo de espectador cae fuera de la mirada, porque no mira el objeto, es ese objeto casi-objeto lijado a mano. Es tu ojo al revés, puesto ahí donde debería estar tu mirada (ahora: ciega).

Entonces: tercera transgresión. Ahí donde habría de ir un ojo, hay una mano. Los objetos lijados a mano de Meloni, se entiende ahora, no incitan la mirada, sino la tactilidad. Los miro en el Instagram y quiero tocarlos. Objetos que quieren ser tocados. Que los toquen. O sea, la mano es la forma-fuerza esencial que resplandece en el blanco invasivo que esos objetos reflectan para cegar (la mano esa que lijaba y lijaba en la performance donde nace esta serie). Y no la mano en su estructura apuñada, tampoco las falanges, tampoco las uñas para rasgar. Se trata de las yemas de los dedos y el cuenco de la palma. Esos objetos exigen que las yemas y la palma se apoyen en las manchas blancas que dentro de ellos abren espacios que difuminan sus contornos. El yeso, objeto innoble, pide la caricia. Esa es su “ob-scenidad” —lo que cae fuera de su escena. Esa es la curvatura esencial con que quedan después de la lija —las curvas: disposiciones geométricas de los cuerpos que más piden ser tocadas. Eso es lo que el arte violentando la producción serial muestra: un pedido, una exigencia de tactilidad.

Quisiera ser todavía más escolar. Se trata de una invención de ruinas de algo que está hecho para durar poco (de ahí el yeso); se trata entonces de ruinas que, a diferencia de las clásicas esculturas de mármol de la Antigüedad, no están cargadas de historia. Ahora están hechas de un puro tiempo, el nuestro, que cae afuera de la escena de la historia —esa es su (nuestra) obscenidad. Y nuestra guerra. Estas ruinas son inventadas ya no para el museo de la historia. Para el museo, en todo caso, de la nada.

Y una última transgresión: esos objetos de yeso lijados a mano hacen del silencio un hecho táctil. Tocarlos es tocar el silencio, es tocar el mutismo que en una época donde todo pide ser hablado, mejor no es callar, mejor es tocar. Ahí pervive, hoy, la posibilidad de la espiral del límite y lo ilimitado. La trasgresión, su posfacio, en manos de la Meloni. 

A riesgo de caer en el énfasis, porque no quiero dejar nada librado a la “interpretación”, digo lo último: la transgresión no tiene nada que ver con el “rompotodonené” de Pomelo Rock (el personajito capusottiano), sino con un juego elegante con el límite de los sentidos. Acá esto se da vuelta, en el orden mismo de lo sensible: ahí donde hay que “ver”, queremos “tocar”; ahí donde está puesta la mirada, está puesto el ojo sin  mirada, dado vuelta, en blanco, en el blanco del yeso astringente.

Ahora, en esta cultura digital, que captura la tactilidad en una pantalla, en un hecho de mirada, lo que estos objetos piensan es una pequeña, y fundamental, transgresión: devolverle a la mano su lugar esencial. Pedirle a las manos, como estamos pidiendo todas y todos, que atraviesen las pantallas y… toquen.



 



Publicado en Barbaria 

Irredimible. Entre el Wilcock de Bioy Casares y la leyenda Wilcock

 Manuel Ignacio Moyano


¡Oh, perro, perro mío, aúlla, / ofréceme un poema de aullidos, concédeme esta gracia extrema, / tú mismo lo leerás, / mientras yo quemo los demás poemas!

Poema para la poesía, Virgilio Piñera.




1.

Si hay una vieja hazaña de la literatura, la más reputada y polémica, es la de legarnos nombres y, por eso, hacerlos también olvidar. Ese legado lo construye el mercado editorial, en primer lugar, y la cultura de lecturas, en segundo. En medio de ambos, los amigos. Pero en el fondo, la escritura, el pulso atroz del fraseo, el gesto que viene a poner en evidencia, desde un fondo innombrable, el nombre mismo: «lo primero que habrá escrito un escritor habrá sido su nombre. Digo, el primer libro quizá fue firmado antes de haber sido escrito», declara Wilcock en la entrevista de la RAI de 1973.

La busca del legado que anima al último grito de la afantasmada Sur largó hace unos meses el Wilcock de Adolfo Bioy Casares, el cual es fundamental leer en contrapunto con el mastodonte anterior de los diarios de ABC que titularon Borges. 

Hay que decirlo de una. El libro de Wilcock se intensifica solamente en dos o tres momentos. Las cartas del ingeniero convertido en poeta que se abren con la comicidad negativa que leemos en sus novelas, relatos y cuentos, y la anécdota de la ceja abierta de Bioy (ni siquiera las fotografías tienen mucho valor, salvo las que aparece Livio Bacchi-Wilcock). El resto es la asunción errada del diarista de una rivalidad que, en verdad, lo excluía: la forjada entre Borges y Wilcock bajo los ojos del propio Bioy y Silvina Ocampo. 

Johnny era un extranjero en el círculo trino de JLB, ABC y SO; que reducidos a siglas no dejan de sonar a nombres de whiskys: quizás por eso Héctor Libertella bautizó al JB que le servían en el Varela Varelita con un «Pepe Bianco». Esa extranjería equivoca a Bioy, porque mientras él creía medirse con el exiliado, que dejó Buenos Aires por Roma, y Roma por sus márgenes, lo que en el fondo sucedía, para fortuna de la literatura argentina, era una grieta mucho más honda: la distancia entre el escritor-monumento, el domador de la escritura, y el escritor-leyenda, el exiliado perpetuo (que abre un punto de contacto entre lo mejor que vino después: Copi, Osvaldo Lamborghini, etc., etc.). 

Se trata, una vez más, de ponerse en pose de combate y elegir una posición u otra, porque tanto el monumento como la leyenda tienen sus adalides y sus pequeñas guerras inútiles. Y de señalar la diferencia: ahí donde el monumento construyó una casa de sólidos fundamentos, donde cobijar a la grey y asignarle a cada uno una habitación específica (incluso dejando el sótano y el subsuelo para algunos, las ovejas negras), la leyenda quemó la casa y escapó. 

Ya se sabe. Borges dispuso su obra como la Casa impertérrita, con sus parientes y sirvientes, la novela familiar que dejó en negativo sin escribir, y echó como a un perro a quienes no querían, o no podían, acomodarse a las circunstancias designadas: comer la comida que el monumento señalaba, armar las fiestas que el monumento quería, cantar las formas que el monumento deseaba. La leyenda estaba excluida por definición del monumento.

Y ¿qué era la leyenda? Respuesta: la leyenda era una vida que contenía dentro suyo, como un fuego precioso, un principio poético que ponía todo lo que tocaba en estado de literatura o de incendio. Era inevitable, entonces, que Wilcock, la leyenda Wilcock, haya dado tanto para decir, falsear, ficcionar, tanto que a esta altura ni siquiera la sombra del fantasma de esa biografía detalladísima que Ernesto Montequin prepara hace más de 20 años podrá controlar. No, las intrigas van a seguir porque el principio de la poesía motoriza las narraciones y no al revés: primero poetizar, después narrar. 


2.

Empecé a leer a Wilcock por consejo de un amigo al que le encanta la polémica («el mejor Aira es un mal Wilcock», me dijo y me enervó la curiosidad —¿cómo iba a decir eso del gran Aira?). Y entré por el Wilcock que escribía ya en esa «specie di italiano», como declara en una autotraducción de sus poemas en castellano de 1963, y pensé de inmediato en aquella película mal traducida de Andrei Tarkovski, El sacrificio. No se trató de un sacrificio, sino de una ofrenda: La ofrenda de quemar la propia casa (cualquiera puede recordar esa imagen). Ahí está la leyenda: quemando el castellano, que ya no daba para más, como repetía Wilcock, porque Borges, sí, Borges lo había agotado desde su torre de control infinita: dispuesta sobre todo el Sur, hasta globalizarlo. 

A la leyenda Wilcock, el libro de Bioy no puede hacerle justicia porque cree erradamente que su amistad estaba tensada por una rivalidad congénita (por eso el primer retrato de Bioy, El perjurio de la nieve, donde el poeta y protagonista del cuento, Oribe, es un desagradable plagiador y de voz aguda como el Wilcock de carne y hueso muestra la verdad de esa amistad, la competencia, que se intensifica en la anécdota de la ceja abierta). Sin embargo, creo que la leyenda Wilcock, a diferencia del Wilcock de Bioy, está estructurada como una fuga. Y hay ahora, en la restitución de Wilcock al canon que el monumento y sus tentáculos crearon, y que ya no existe más sino como pasión de viejos vinagres, una intención contra la fuga: redimirlo, recordarlo, pagar la culpa, ¡ay!, del olvido y la exclusión (y, ¿por qué no?, del aborrecimiento con que lo excomulgaron), y reconocerlo como la oveja negra, ahora perdonada, de la divinidad trina. 

Pero Wilcock, en su escritura, nombre, vida y obra, logró colocarse más allá del bien (no del mal): irredimible. Cualquier restitución que se pretende redentora, quiere, en la contracara de sus buenas intenciones, de las que siempre hay que desconfiar, practicar el deporte del patronato nacional: la doma: acomodar en la segunda línea, o tercera, de una época y una forma de hacer literatura, a un nombre y obra. Entonces Wilcock sería la mascota algo indómita con que se divertía y molestaba la santísima trinidad de Sur: JLB, ABC y SO. Su conversación sería, por eso, mejor que su escritura. La leyenda más importante que la obra, de la que podríamos, por eso, eludirnos de leer…


3.

Ante ese dios trino (¡y por eso cristiano!) que conformaron la alianza de JLB, ABC y SO, siempre en la mirada de Wilcock, y sus poderes de salvación, creo que lo mejor que hizo el ingeniero, yéndose a Italia a escribir en esa sublengua tildada de “specie di italiano”, fue convertirse en otro dios: putrefacto, maldito, con el cual impedir su manumisión. Porque solamente otro dios podría estar más allá de la redención con que el mercado y la cultura canonizarían un nombre, controlarían una llama.

Dejémosle, entonces, el infierno, al que pertenece con esa lengua de perversa inocencia a través de la que no pudo dejar de incendiarse su vida y obra: “Fuoco, compagno, caro amigo dell’ombra, / ardi e ti spegni e grazie a me riprendi / te disperato che bruceresti il mondo / e qui da solo bruci te stesso…” . 

Empecemos, entonces, a leerlo de verdad, sin pretensiones de redención, entremos a su infierno y apaguemos de una vez las esperanzas. Lo inesperado nos espera. La literatura, el fuego —que acá, y siempre, rima con juego.

1956: se arma en un domingo de marzo una discusión literaria después de comer, sobre una edición de poemas de sor Juana Inés de la Cruz. Bioy declara dos errores. El segundo, la acentuación de “salgáis y tenéis”, a lo que Wilcock agrega, corrigiendo al lector: “Como todas las palabras agudas que terminan en n o s, se acentúan.” Bioy se desespera y corre arriba a buscar un Quijote para “dilucidar el punto, y, para agraviar el oprobio de ser corregido por un mozalbete”, pero en la oscuridad atropella la esquina de un ropero, se abre una ceja y sangra copiosamente. ¿Cómo no leer esto con una sonrisita? Y habría que corregir a Bioy, otra vez: no se trataba de la acentuación de las palabras, sino de la colocación de las tildes. ¿Se abrirá ahora la otra ceja?


Publicado en Lobo Suelto

lunes, 22 de marzo de 2021

Porno y narrativa

 Manuel Ignacio Moyano

 


La esposa del pescador  
Katsushika Hakusai (1814)


1.

Empecé a ver una porno y me enganché con la trama.

Una nave espacial abandona la Tierra justo en el momento en que un asteroide gigante impacta contra ella.

Los protagonistas (el Capitán Kulé y las Comandantes Yuca, Tan y Transilvania, junto a dos enanos que nunca se sabe si son reales o proyecciones imaginarias de los otros) quedan a la deriva en el espacio infinito. Frente a la angustia que los rodea, y después de algunas dudas existenciales, el deseo se les enciende de manera incontrolable. Suceden las primeras escenas de sexo: 1°) el Cap. con la Comte. Yuca; 2°) las tres Comtes. entre sí mientras el Cap. duerme una siesta; 3°) los enanos con el Cap. (¿proyecciones inconscientes de este o juego con la alteración perceptiva de los personajes por ser los últimos terrícolas? Buena ambigüedad irresuelta por la directora).

Después de los primeros cruces sexoafectivos, a los 30 minutos, la porno propone un giro absolutamente inesperado: mientras se alternan para pilotear la nave, no solo se les enciende el deseo, sino que comienzan a darse cuenta que no necesitan comida, ni bebida, ni, obviamente, ir al baño. Se han convertido en inmortales. Orgía de festejo por la inmortalidad adquirida sin explicación (otro gran acierto: no sostener cada escena con razones).

Entonces, a la hora y pico, aparece el segundo giro narrativo, con una pregunta filosófica de fondo, en tanto que inmortales, ¿siguen siendo seres humanos? El Cap. lo afirma rotundamente, pero las Comtes. Yuca y Tan, con sus polleras azul eléctrico, niegan su posición. Transilvania se mantiene neutral, dubitativa. Empieza una larga discusión, con argumentos cruzados sobre la esencia humana y cuestiones al estilo, hasta que el Cap. es reducido y maniatado con cuerdas al modo Shibari. Otra escena, ahora con toques sadomasoquistas: Yuca, Tan y Transilvania le dan con látigos mientras él grita, como a propósito para incitarlas y que sigan, “¡somos hombres! ¡Somos hombres!” Ellas se excitan con las afirmaciones del tipo mientras una música instrumental toma el ambiente y lo aclimata. Emergen nubes de humo y luces de color que generan efectos retro. Reaparecen los enanos mágicos y se arma la tercera gran orgía.

El desenlace: un verdadero acto vanguardista para el género porno. El Cap. abre los ojos y está acostado sobre la arena húmeda en una isla desierta, maltrecho y envuelto en una camisola medieval deshilachada. Era un náufrago. Mira la vegetación amenazante que comienza a unos cuantos metros de la arena blanca y se pregunta: “¿somos hombres?”

Una lágrima le nace en el párpado izquierdo.

 



2.

Empecé a ver una porno y me enganché con la trama.

Galaxia se mira al espejo y en la imagen reflejada no aparece ella tal como está vestida, de entrecasa con una remera blanca y un pantalón de lino, sino en un conjunto de fina lencería. Pero no es ella; es su némesis. El pánico toma a la real que le grita en inglés a la falsa: “¿quién eres?”

La estructura tiene un eco lejano de Dorian Grey, pero invertida: en la vida de verdad, Galaxia es pulcra y una dulce ama de casa, pero no encarna la belleza; en el reflejo al otro lado del espejo de pie, es el mal en toda su contextura: en lo que este tiene de deseante, en lo que el pecado tiene de lujurioso. Y es, o lo intenta la actriz con sus caras, bellísima.

La falsa Galaxia, que vive al otro lado de lo real, avanza sobre la buena. Entre algunos gritos exagerados y ediciones autoevidentes, la posee. En el nuevo cuadro, la lencería y la Galaxia del mal están de este lado del espejo. La habitación con cortinas rojas enarbola el clima con la concupiscencia adecuada.

Se abre la puerta y entra una inocente empleada doméstica, vestida con un conjunto sumamente incómodo para las labores diarias, y se pone nerviosa ante el cuerpo semidesnudo de su Ama, ya no solo de casa sino de clase. Pero esta le cierra la puerta antes de que se vaya y la obliga a quedarse en la habitación. La malicia hace su trabajo y se apodera de la diferencia social. Pero en la entrega de la sirvienta, lograda con una resistencia mínima y necesariamente mal actuada, como cualquier desigualdad socioeconómica en una porno, se llega a un clímax donde al responder con toda su pasión, y poner en dudas el dominio de la rica sobre la pobre, la Esclava ejecuta el mal sobre la Ama: la ahorca con un cinturón mientras le ejercita una penetración con un suplemento de goma. ¿Resolución justa o criminal? ¿Cesación del mal o su perpetuación? ¿Liberación de la buena ama de casa ante la invasión de la falsa Ama o simple venganza de clase?

La directora de la película no resuelve las dudas y apuesta más alto. En el instante gozoso donde la Mucama asesina y fornica a la vez a su Patrona, se escucha un grito de orden y mando que dice en nipón: “¡corten!” Pero la película sigue, ahora con el clásico recurso modernista del cine adentro del cine: una nueva toma se abre e incluye a todo el set —camarógrafos, apuntadores, sonidistas, escenografía y utilería: detalle clave, todos están desnudos, solamente revestidos por los dispositivos técnicos. Sus párpados japoneses denotan la procedencia del filme. La directora, con su altavoz en la mano, aparece erguida y de espaldas usando el mismo conjunto que el personaje de Galaxia. Entra en la escena y juega con ellas, que ya dejaron de lado la sobreactuación del asesinato junto al éxtasis sexual en el que estaban. Ahora se entregan a la nueva situación y el sexo vira a uno de tipo juvenil, más fresco, versátil, sin la intensidad anterior. El set de desnudos y cuerpos, por fuera de la norma en el porno, hoy en cuestión, de la delgadez y la ausencia de vello púbico, da un contorno extraño, tan extraño como el del mal que se perpetúa al hacerse ligero.

Se escuchan risitas y la filmación se termina antes de evidenciar los orgasmos. Como en la vida, una sensación de vacío y de pregunta nos posee.

 


Shunga de Kitagawa Utamaro. Siglo XIX.

3.

Empecé a ver una porno y me enganché con la trama.

Esta vez, la directora se propuso ir más lejos que nadie en su género: ser la primera en escribir, dirigir y producir una porno conceptual. Ni siquiera el exquisito Tinto Brass se atrevió a tanto.

Los premios de Cannes, claramente, la esperan ofuscados en las vitrinas.

Juan es un fantasma que lee un libro en una terraza amplia que da al mar. No vemos su cara. Está de espalda. No hay otras construcciones más que esa. Juan no sabe que es un fantasma. Juan cree que es simplemente un joven fornido que lee desnudo (esos glúteos de fantasma fit…) y despreocupado en algún lugar, en algún momento.

Toma inmediata: las páginas del libro aparecen entre las manos del fantasma y están en blanco. 15 segundos después, el joven da vuelta la página, a otra también en blanco, también vacía, también… El recurso parece evidente, pero se traiciona al instante. Juan da vuelta una cuarta página y ahora aparece escrita en francés una pregunta que el subtítulo en español traduce por: “¿acaso puedo ser una chica buena y golosa?”

Juan mira el mar, el movimiento de las olas se escucha sobremanera, invade la imagen y ensordece con un crescendo que de golpe, ¡plop!, se corta y cesa. Hay un apagón. Un silencio y después una voz en italiano que arrastra las palabras y dice algo que los subtítulos traducen por: “¿por qué hacer una porno cuando es tan bello tan solo imaginarla?”

 

Unos segundos con la pantalla negra nos desconciertan. Y nos engañan. No, no es el final, porque reaparece la escena de la terraza que da a las playas vírgenes y al mar ahora embravecido. Y Juan ya no está ahí. Pero ya no se escuchan las olas y el sonido de la naturaleza (vientos, ramales, marea, etc.), sino gemidos, miles de gemidos gozantes, entre grititos, risitas y parolacce. En un volumen bajo, muy bajo, de fondo, lejano. Como un susurro de la naturaleza digital en que ha devenido el porno.

A esta altura, el espectador no sabe si masturbarse, maravillarse o pensarse en un posmundo. Lo cierto es que finalmente los cuerpos desnudos y grotescos aparecen. Son 15 en hilera. Están sobre la terraza y miran a cámara con una sonrisita. ¿Por qué? Porque todos son Juan.

Con una edición artesanal, se entrevé que son diversas tomas montadas entre sí. Hay pequeñas diferencias, movimientos, estímulos que dislocan a cada copia y muestran la heterogénesis temporal de la escena, hacen evidente, como buen vanguardismo, el dispositivo.

Pero hasta ahora no hay porno. Porque la imagen del porno es la de la eyaculación grotesca sobre la cara del partenaire. Hasta ahora solo hay concepto. Entonces la directora opta por solucionar su modernismo con más modernismo: los 15 Juanes se agrupan con sus grandes miembros entre los dedos en un círculo y las eyaculaciones mutuas, diferenciadas por microsegundos y diversas contexturas en los fluidos, caen todas sobre el ojo de la cámara que las recibe desde abajo.

La imagen se borronea, pero no desaparece. Sobre ese fondo de dripping aparecen los créditos en letras rojas con una música instrumental ochentosa. “Escrita, dirigida y producida por Juana Pè”.

 

Un crítico de cine observó: “después de la pornografía viene la ceguera. Y, sin embargo, con los ojos arrancados, todavía nos seguimos mirando.”


Publicado en Barbaria

La izquierda borgiana

 

Manuel Ignacio Moyano

 




Hace rato que Borges ya no influye más. “¿Qué hacer con Borges?” ya no constituye ningún problema. Que se lo lee, es obvio. Incluso, es una asunción, un boleto de entrada a lo que se llama “literatura argentina”, sea para escribirla o leerla. Pero para que esto fuera posible, digo, para leer las Obras Completas y totémicas del Gran Escritor Argentino, apoyada en su feligresía de custodia, sin que influya, hubo una operación precisa, contundente, destilada en varias décadas. Si el “¡Maten a Borges!” de Gombrowicz, subiéndose al barco para irse del país de una vez, fue un mandato de las camadas de los ‘60, ‘70 y ‘80, la realidad es que se hizo algo mucho mejor; en los márgenes que interesan acá, claramente. Se lo hizo de izquierdas.

El siglo XXI se abre con dos buenos polemistas. Por un lado, Alan Pauls largó El factor Borges donde, entre minucias muy bien escritas, nos legó una tarea: “‘Hilarizar’ a Borges, restituirle toda la carga de risa que sus páginas hacen denotar en nosotros, reanudar la circulación de ese flujo cómico que permanece encapsulado: en una palabra idiotizar a Borges de una vez por todas…”; idiotizarlo e ir tan lejos con esto como podamos. Un mandato ya anunciado en no otro que Héctor Libertella: criticando la “represión” a su vanguardismo inicial, como lo hace en la solidez clasicista en los afamados cuentos de Ficciones y El Aleph, publicados a lo largo de la década de 1940, “con una fórmula táctica, que es la de su pervivencia en el mercado, y que también ha sido eficaz en el cuerpo social y político de la Argentina toda: SALUD = REPRESIÓN”, ante esto, el “viejo bebé que bebe” proponía a inicios de los ‘90 “hacer que los laberintos lo confundan y lo pierdan, allí donde éste quiso hacerse transparente, internacional, universalista”. Confundir a Borges, y cuando no, directamente idiotizarlo, para neutralizar su influjo. Algo menos edípico que el “matarlo”.

Y esto supuso una operación que puede ser tildada de “izquierda” porque precisamente apuntó a la base de la transparencia, la internacionalización y el universalismo con que el Gran Escritor Argentino viajó por el mundo —vivo y muerto. En otros términos, a la base del liberalismo cosmpolita que bien se le conoció junto a sus amistades de Sur.

También se puede tildar a esta idiotización con la adjetivación “de izquierda” al recapitular en la segunda polémica que abre el siglo XXI de la literatura argentina, o mejor, para usar la formulación del mismo Libertella, de la “librería argentina”. Me refiero a la publicación en el año 2004 de Literatura de izquierda, de Damián Tabarovsky.

Contra los imperativos morales del compromiso, la pose del referente, el café con leche de la narrativa de vidriera apoyada en las ventas, la literatura de izquierda sería aquella que “está escrita por el escritor sin público, por el escritor que escribe para nadie, en nombre de nadie, sin otra red que el deseo loco de la novedad. Esa literatura no se dirige al público: se dirige al lenguaje.”

Así y así, esta literatura apunta al mismo lugar que el de la izquierda: la utopía. O bien, el ningún lugar (u-topos). Porque si está “fuera del mercado, lejos de la academia, en otro mundo, en el mundo del buceo del lenguaje, en su balbuceo”, su realidad es negativa: no tiene mundo sino como un porvenir que no está ahí, porque el ahí es siempre mercado o academia —tampoco está en el escritor, que se puede convertir de la noche a la mañana en todo el mercado literario del momento o dejar crecer una academia interna, la de escribir para las fuentes bibliográficas de la crítica.

De modo que entre idiotizar a Borges y escribir para el lenguaje (actividad igual de idiota e idiotizante que la primera), se puede atenazar una zona sin existencia, o bien, fantasmal (Fantasma de la vanguardia se llama precisamente el segundo ensayo de Tabarovsky que tensa este lugar-sin-lugar). Y esa zona es lo que hace, aquello que quisiera canonizar como “izquierda borgiana”, con el propio Borges: esfumarlo como arena entre los dedos.

Hay muchísimas escrituras que han atravesado, y lo siguen haciendo, este espacio de turbulencias, apoyadas por la guerra de guerrillas de las editoriales independientes (salvo las demasiado serias o adineradas).

Los nombres, como siempre, están de más. Lo importante es la actitud.

Y la actitud de esta utopía es una muy clara: la irreverencia frente a la tradición. Esta marca de agua borgiana hizo potable su ingreso a los cenáculos de la izquierda cultural. Lo cual significa que Borges entró en ese agrillado esquema de lecturas a través de su filiación con el maestro de la irreverencia, don Macedonio Fernández (“Borges por Macedonio” escribe Libertella para precisar lo que haría menos digerible al último escritor de la derecha liberal). Pero esto significa también que en la izquierda cultural, más allá de los imperativos del compromiso y la denuncia, se abrió en la Argentina una zona liminar, evanescente, donde la escritura se liberó del “intelectual orgánico”, tanto de su misión de referir la realidad como de guionar a las masas. Es decir, esto implica que en esa izquierda cultural se dio un paso más allá de la idea de cultura. Un paso hacia a la literatura de izquierda que al librarse de la carga de escribir para liberar a la sociedad pasó a escribir para liberar al texto —del fascismo de la lengua: la obligación de decir. Cuando sucedió esto, que fue claramente un paso de comedia, la irreverencia borgiana se empleó contra él mismo. Y empezaron los destilados que por ahí y por allá embebieron a muchos y muchas.

Y de la irreverencia, nacieron dos tácticas: la transgresión y la fiesta.

La transgresión implicó primero que nada a los géneros (se pasó de uno a otro esquivando a las aduanas de turno), y luego a los cuerpos, donde se llegó al punto límite en que el cuerpo se derramó entero en el texto, para astillarlo y transgredirlo. En consecuencia, el sexo pasó a ser un hecho literario exquisito. Y en paralelo, se festejó, segunda táctica, porque el monstruo, con su fiesta, dejó de ser un recurso tragicómico para desfundar desde el liberalismo las tretas del peronismo. La fiesta del monstruo se constituyó en cambio, con otro paso de comedia velocísimo, en un potente estilo literario, y la ficción fue arrasada con tal virulencia que volvió a caer en el piso del que nace equívocamente: el del lenguaje tatuado en el cuerpo.

Los nombres, insisto, están de más.

Pero está el apelativo femenino “borgiana”. Sí, pero lo está al lado del sustantivo femenino “izquierda”. Lo que pasa ahí en medio es de festejar. Porque se trata de celebrar la idiotización y transgresión al tótem del Gran Domador Ciego, o sea, al del Gran Escritor Argentino que mientras escribe doma la llanura literaria de nuestras tierras. Esa es la mejor zona de la literatura nacional desde hace tiempo, una literatura emancipada de sus dogmas culturales.

Se trata, sin embargo, de una franja que se destila y pierde de vista entre las ventas masivas y los papers académicos, que juntos hacen a la cultura. Por eso, leerla puede llevar a la idiotez. Habrá quienes estén dispuestos a correr el riesgo y festejarlo. El que no, continuará, como escribió Confucio alguna vez, siendo de lo más idiota: quien cree poder no serlo.


Publicado en Barbaria

viernes, 22 de enero de 2021

La lengua antifascista

Manuel Ignacio Moyano



Poema concreto de Elson Fróes - Utopía Autopsia


Una cita ya demodé, anacrónica para los tiempos que corren. Roland Barthes en su Lección inaugural de 1977, en el Collège de France: “…la lengua, como ejecución de todo lenguaje, no es ni reaccionaria ni progresista, es simplemente fascista, ya que el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir.” La lengua, ese lugar donde el siglo XX en sus variantes filosóficas y literarias más se ha intensificado, puesta por no otro que Barthes en el intenso calor político que el mismo siglo nos deja como marca insoportable de la política humana: el fascismo. No solamente asombra la temeraria afirmación barthesiana por cuanto cataloga, así sin más, políticamente a la lengua, sino porque lo hace de la peor manera. Con la palabra “fascismo”. Una palabra que para usarla hay que saber temblar, pero que no tiembla. Una palabra que dice todo, de golpe, sin titubeos, sin dudas, sin ambigüedades, sin temblar. Fascismo, la palabra del siglo XX que hace temblar, pero no tiembla. La palabra que se impone sin pregunta. ¿Y qué impone? Vuelvo a la cita: “…el fascismo no consiste en impedir decir, sino en obligar a decir.” La lengua, entonces, fascista porque aquello que la define no es más ni menos que una obligación: la de decir. Si el siglo del fascismo había comenzado, en sus variantes filosóficas y científicas con el manido “giro lingüístico”, aquel del estructuralismo de Saussure y las investigaciones de Wittgenstein, y había eclosionado en sus variantes políticas con los fascismos de diverso signo, en la cita de Barthes se recoge, de un plumazo, el insoportable secreto que une al peor de los regímenes políticos habidos en la historia con el último descubrimiento de las ciencias en su momento, esto es, la centralidad de la lengua en el conocimiento humano. Así, la “lengua fascista” venía en 1977 a señalar que no alcanzaba mostrar la centralidad de los signos lingüísticos sino, directamente, su triste politicidad. La lengua es fascista porque desde que estamos en ella, o sea, desde siempre, estamos obligados a decir, parece sugerirnos todavía hoy, anacrónicamente, el texto barthesiano. Por eso comienzo por acá, hoy, 2019.

La primera pregunta sería por qué la lengua obliga a decir. ¿Qué hay en la lengua que exige ser dicha? Si ella es, como desde Saussure en adelante se la concibe, un conjunto de signos que solo tienen valor y significado en sus relaciones diferenciales, ¿por qué obliga a decir? O, reformulando, ¿qué quiere la lengua con esta obligación? ¿Qué quiere el signo lingüístico, dividido como está en significante y significado? La respuesta inmediata que aparece como seseando en el aire con el eco de la cita barthesiana es casi obvia: la lengua quiere ser dicha. Y es por esto que obliga a decir. Quiere, digámoslo así, ser puesta en acto. Con lo cual, si se me permite la inversión sonsa que también aparece seseando, pareciera que la obligatoriedad del decir, esto es, el fascismo de la lengua, está ni más ni menos que en su deseo más íntimo: su querer ser-dicha. La lengua obliga a decir porque ella misma quiere ser dicha, o sea, quiere-decir. Los hablantes parecemos acá meros instrumentos para la satisfacción de su deseo, del querer-decir de la lengua. Puro servilismo.

Sé que en este comienzo atolondrado hay muchas décadas de discusión filosófica, psicoanalítica, literaria e incluso política. Pero si se me permite, me gustaría insistir sobre este punto. “Querer-decir” es en nuestra propia lengua, nuestro castellano latinoamericano, una fórmula ambigua: designa por una parte el deseo de decir, pero también el deseo de significar. En una palabra, el deseo de producirle al signo, fracturado como está en significante y significado, un cierre. Una armonía donde no haya lugar para ese quiebre, esa barra divisoria que lo constituye. Y en esa terrible ambigüedad del deseo de la lengua se afinca, siguiendo todavía a Barthes, lo peor: su fascismo. Como si dijéramos, la lengua desea aquello que obliga, su propio y autoreproductivo decir. Desea su imperativo: su “decí”, “hablá”, “significá”, porque así realiza su autonomía.

¿Y cuál será entonces el efecto de ese deseo fascista, que desde la cita brutal de Barthes con que empecé este relato, es aquello mismo que define a la lengua? ¿Cuál es el efecto sobre eso que estamos acostumbrados a llamar el “sujeto hablante”? Una de las tantas respuestas posibles, que también aparece seseando en el aire, señala que el efecto de la lengua sobre el sujeto que habla es infectarlo en su propio deseo, esto es, en su querer-decir. Como si dijéramos, los hablantes “queremos decir” no motu proprio sino porque es la lengua misma, en su fascismo, la que quiere que digamos. Nuestro deseo de decir, el suyo. Nuestro deseo de significar, el suyo. Nuestra obligación, la suya. Y ahí el fascismo, o nuestra servidumbre a la lengua.

Que qué hacer, entonces, es la demanda ansiosa que se impone. La respuesta de Barthes ha sido muy conocida: ante el fascismo de la lengua, su dedicada contribución al poder y al dominio del decir, lo que nos queda es hacer trampas. “…hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua”, sintetiza el francés. Desde que somos seres hablantes, que ponen en acto la lengua, que hacen lo que ella quiere, o sea, decir/queriendo/decir, desde que estamos ahí embarrados, Barthes nos propone como salida la trampa. Una forma de vivir en el fascismo, y sortearlo. Para nosotros y, fundamental, para los otros. Continúa el dandy del teoricismo semiótico: “A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura.” De modo que la literatura será, para la seducción de nuestro francés, aquello que en el fascismo lo esquiva, que dentro de él le hace trampas, aquello que bajo la obligación de decir, desdice. Totalmente seducido por esta política de la literatura, que resiste al fascismo del querer-decir en su ser tramposa, me veo sin embargo impedido por algo más propio: ¿cómo puedo hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la misma lengua, si, desde que solo tengo palabras para hablar, soy todo aquello que ella dice que soy? ¿Cómo hablar sin alimentar el fascismo si esa habla ya me ha hecho, ya me ha constituido? Retrocedo unos pasos, como si dijéramos, enrulando la lengua. Y para hacerlo, me acomodo en la página que abre El árbol de Saussure, ese librito inclasificable del escritor Héctor Libertella: “Con los codos apoyados en la barra de metal —narra el argentino—, los parroquianos del ghetto miran con mirada boba el único árbol de la plaza, sin imaginar siquiera que el bar donde se encuentra proviene, casualmente, de ‘barra’.

En sus ojos no se refleja un árbol tal como lo pensamos, sino apenas un tronco con ramas y hojas; algo que sólo dice: acá estoy (estoy acá).

Mientras beben, miran. Y mientras miran no saben que esa figura les determina un punto de vista —los va distribuyendo silenciosamente en sus butacas.”

Viéndome beber entre los parroquianos del ghetto libertelliano, me siento acodado en la barra. Y no solo la del bar, sino en la barra que en el signo lingüístico, fundado por Saussure y su tropa semiológica, divide al significante del significado del siguiente modo: significante/significado. ¿Por qué me enrulo la lengua hasta esta barra, entonces? En primer lugar, porque como escribo estoy bebiendo y así la lengua se contorsiona. Y en segundo, porque ahí está el chiste de la trampa barthesiana llamada “literatura”. Es la barra del signo el lugar mismo donde la obligación de decir queda, ¿cómo decirlo?, no eliminada pero sí diferida, trastocada, retardada. Tarada porque es esa su tara. Porque es la barra lo que inscribe el desorden y la desunión entre el significante y el significado, la imposibilidad de realizar el querer-decir de la lengua: por eso hay metáforas, o exceso de significantes respecto de los significados, y por eso todo significado es parcial. Y si la lengua, como dije (si es que dije algo), obliga a decir porque lo que quiere es ser-dicha, una retracción suya a ese lugar en que el signo se fractura, supone como mínimo una retracción en su querer-decir. Digámoslo así: un diferendo en la producción de su significado, en su puesta en acto. Un bostezo en la significación. La literatura sería entonces, en los términos barthesianos y/o libertellianos, hija de un divorcio fundamental: el del significante y el significado. Claro que no estoy diciendo nada nuevo, gracias a Dios, pero sí quisiera insistir sobre este espacio barrado de la lengua, ahí donde estamos, ahora, embarrados y/o atrapados (otro chiste libertelliano: el YO es la única palabra que en castellano se compone de una letra que une y otra que opone, así: Y/O). Quisiera hacerlo, insistir sobre la barra, digo, tratando de puntuar su “lugar”: ¿dónde está la barra que divide el signo? Hasta ahora, la respuesta solo ha podido ser negativa: ni en los significantes ni en lo significados. Una “ni-ni”. Para decirlo de otra forma: una sin lugar. La barra es lo que no está, lo que divide sin aparecer, con densidad puramente fantasmal. Hay significantes y hay significados, sí, pero la barra que los divide y articula a la vez (siempre parcialmente), no es y no la hay. Porque no está ahí. Para retomar el título de otro libro libertelliano, es “el lugar que no está ahí.” En una palabra, aquello que tantas veces se ha malentendido como “futuro”, es la barra: una “utopía”, un u-topos, sin-lugar. Una utopía es precisamente el subtítulo que Libertella coloca junto al título El árbol de Saussure. Y una utopía, entendida como u-topos en su sentido más radical, como lo sin lugar, es justamente el no-lugar donde será posible hacerle trampas a la lengua. La utopía, ese sin-lugar que es la barra que divide al signo, se constituye entonces como el horizonte que haría decible algo así como una “lengua antifascista” porque sería precisamente aquello que desterritorializa, difiere, retarda, descomplementa esa obligación de decir. Aquello que no realiza el deseo fascista de la lengua, su querer-decir.

Ahora bien. Todo este cuento del sin-lugar de la literatura, o de la utopía de una lengua antifascista, conlleva dos problemas: uno político y otro ético. Político, porque si el lugar por fuera del fascismo es un sin-lugar, si ese lugar no existe, es imposible tomar posición (toda posición se define en relación a un lugar). Y si no hay toma de posición, la política es imposible. Solo hay totalitarismo. Y un problema ético por la misma razón, porque tomando posición, cualquiera sea, parecemos estar ya entrampados alimentando el fascismo del decir, de la obligación de decir, la única posición válida. Esto es, la ética moralizada en un conjunto de dichos o principios que no admiten otra posición que la de decir, “esto” o “aquello”. Acá la barra se nos muestra como lo que suena: como la barra carcelaria. Estamos atrapados, como la mosca wittgensteiniana dentro de la botella, en la lengua. Y lo problemático es que ella es fascista: obliga a decir. La lengua antifascista es simplemente una utopía, un sin-lugar. Estamos, entonces, en un callejón sin salida. No solo vivimos en el fascismo de la lengua, sino que hablando, lo reproducimos.

Alguna vez leí que para salir de un callejón sin salida, solo nos queda volvernos imperceptibles y confundirnos con las paredes. Yo en cambio propongo acá que las saltemos. Me salteo entonces años y alianzas teóricas y me subo ahora a otro texto, mucho más viejo, de otro francés. Un texto de Georges Bataille, escrito en una noche hegeliana, titulado “El No-saber”. “Existe un punto a partir del cual no hay nada que decir…”, larga el filósofo del éxtasis en una de sus primeras anotaciones. Anotaciones que van a anunciar, en el juego de esa noche extática, la muerte del pensamiento. El texto, dividido en tres secciones, es asombroso por cuanto identifica al goce supremo con la muerte y no con cualquier muerte, sino con la muerte del pensamiento. Un hegelianismo desbocado, donde el saber absoluto se revela como puro no-saber. Sin embargo, acá y ahora, lo que interpela es la figura con la que Bataille puntúa esa experiencia de muerte: la figura del instante. “Siempre —señala—, en tanto reflexionemos discursivamente, estamos en el límite del instante, donde el objeto del pensamiento ya no es reducible al discurso y donde sólo tenemos que sentir una punzada en el corazón —o bien cerrarnos ante lo que excede al discurso. No se trata de estados inefables: de todos los estados por los que pasamos es posible hablar. Pero sigue habiendo un punto que siempre tiene el sentido —o más bien la ausencia de sentido— de la totalidad.” Fin de la cita. Cuelo estas palabras batailleanas para terminar señalando la posible vía de salida al fascismo de la lengua. Y lo hago porque la figura del instante se muestra como el punto donde la ausencia de sentido es total y, así, como aquello que adviene en el sin-lugar de la barra lingüística. Dicho más escolarmente, hay instante porque no hay lugar. Por eso siempre que buscamos la trampa con y a la lengua, la literatura, no llegamos a ningún lugar pero sí al instante. Para Bataille eso es la muerte, la muerte como experiencia absoluta donde no hay un yo que tenga consciencia, ni siquiera de su muerte. El instante como muerte es total porque trasciende lo individual. ¿Supondrá esto que la literatura o lengua antifascista, como trampa a la lengua y su obligación de decir, es sencillamente la muerte, el instante como muerte? Dejo la pregunta seseando en el aire.

Para terminar, ahora sí: el instante que adviene en esa utopía de la lengua antifascista, la lengua que no obliga a decir y que por eso no tiene lugar, revela algo más. Como señala Bataille, la muerte. Pero agregaría: entonces el cuerpo. Porque es imposible la muerte sin el cuerpo. Porque la muerte, como instante, es en el cuerpo, más allá de la consciencia. En su expresión: “Una punzada en el corazón”. Claro que esto no es una llamada al suicidio, ni mucho menos, sino sencillamente una afirmación: hay lengua antifascista cuando se abren los instantes en que la muerte revela el cuerpo, el propio cuerpo de quien habla. No se trata simplemente de una “encarnación” de lo dicho, lo cual supondría que hay un cuerpo por un lado y un decir por el otro, sino de un aparecimiento fugaz. El del cuerpo en lo dicho. Ese es el instante en que la obligación de decir se merma y aparece el sin-lugar, la barra que divide al signo, la lengua antifascista. Un cuerpo que me revela mi propia muerte, y la de todo lo demás. Alguna otra vez leí, quizás en ningún lugar, que la poesía no salva el mundo, pero sí el instante. Salvar el instante corporal de la muerte propia y ajena, con la lengua y en la lengua, tal vez sea, ahora, la posibilidad de una lengua antifascista. La política y la ética de esta lengua ya no pueden ser, como suelen repetirnos, un tomar posición. Sí, y este “sí” es total, pueden ser en cambio un arrebatar el tiempo a su concepción espacial. Instante puro: la literatura es así antifascista, una trampa al deseo. Solo un seseo.

Publicado en https://www.espaciomurena.com/11742/

Tarkovski, el abandono de las imágenes

 


Manuel Ignacio Moyano

 

¿Qué es aquello tan bello y terrible a la vez que acaece en cada film de Tarkovski? Que cada imagen nos abandona, que en cada resto allí filmado hay algo que se nos aleja. ¿Aura? No, destierro. ¿Subliminidad? No, agua.

*

El agua en cada uno de los films de Tarkovski. Es el agua introduciéndose entre las cosas y nosotros, es el agua como medio que arremolina el abandono, para que en ese abandono (de nosotros mismos) nazcan las imágenes, las imágenes que abandonan, las imágenes que se abandonan, las imágenes que nos abandonan. Un henal quemándose bajo la lluvia, un vado viscoso que separa dos bandos militares, el sonido del gorgoteo constante, la lluvia castigando a los viajeros, una casa lloviéndose desde dentro, monedas entrevistas al fondo de un agua que ha arrasado con todo, un océano cósmico que modifica los recuerdos y las percepciones, una pileta antigua para bañistas sin destino, charcos y charcos por todos los caminos, un árbol seco filmado sobre el fondo de un lago platinado. Es que el agua es la materia, la imagen. El agua en cuyas contorsiones se arremolina y ondula el abandono, eso es la imagen. El agua que todo lo chupa, que todo lo presenta en cuanto perdido —como una memoria acontecida afuera de un sujeto, una Mnemosyne pura.

*

El agua es lo bello y lo terrible pues inscribe una pérdida originaria, un abandono primero, una pérdida y un abandono en los cuales nada se pierde ni abandona ya que todo estuvo desde siempre perdido y abandonado —fundamentalmente el hombre. La imagen exhibe esa pérdida, ese abandono: ella es lo que perdiéndose en el flujo informe del agua, la pliega, la arremolina, le da tempo. Ella es la música del agua, un gorgoteo sobre un estanque.

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El agua es sin sujeto —y, por eso, sin predicado. Es solo su modo de ser, su ser-así. De allí su belleza casi ominosa: Tarkovski la entendió como nadie.

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El agua carga de tiempo a las cosas, inscribe en ellas una distancia y, a la vez, un pasaje. Con ello las convierte en imágenes. Y en esa distancia, en ese pasaje, las cosas se herrumbran, se convierten en desechos. Y el desecho es lo que está lleno de tiempo.

*

El rostro del tiempo es el agua. Y la música del gorgoteo, del remolino, de la lluvia cayendo sobre el estanque indoloro que nos olvida, golpeando la ventana, de los cuerpos hundiéndose en los estanques, todo eso es la lengua del tiempo —su única lengua.

*

Encontrarse reflejado en el agua, como Narciso, es encontrarse como perdido, como imaginado.