viernes, 22 de enero de 2021

Tarkovski, el abandono de las imágenes

 


Manuel Ignacio Moyano

 

¿Qué es aquello tan bello y terrible a la vez que acaece en cada film de Tarkovski? Que cada imagen nos abandona, que en cada resto allí filmado hay algo que se nos aleja. ¿Aura? No, destierro. ¿Subliminidad? No, agua.

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El agua en cada uno de los films de Tarkovski. Es el agua introduciéndose entre las cosas y nosotros, es el agua como medio que arremolina el abandono, para que en ese abandono (de nosotros mismos) nazcan las imágenes, las imágenes que abandonan, las imágenes que se abandonan, las imágenes que nos abandonan. Un henal quemándose bajo la lluvia, un vado viscoso que separa dos bandos militares, el sonido del gorgoteo constante, la lluvia castigando a los viajeros, una casa lloviéndose desde dentro, monedas entrevistas al fondo de un agua que ha arrasado con todo, un océano cósmico que modifica los recuerdos y las percepciones, una pileta antigua para bañistas sin destino, charcos y charcos por todos los caminos, un árbol seco filmado sobre el fondo de un lago platinado. Es que el agua es la materia, la imagen. El agua en cuyas contorsiones se arremolina y ondula el abandono, eso es la imagen. El agua que todo lo chupa, que todo lo presenta en cuanto perdido —como una memoria acontecida afuera de un sujeto, una Mnemosyne pura.

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El agua es lo bello y lo terrible pues inscribe una pérdida originaria, un abandono primero, una pérdida y un abandono en los cuales nada se pierde ni abandona ya que todo estuvo desde siempre perdido y abandonado —fundamentalmente el hombre. La imagen exhibe esa pérdida, ese abandono: ella es lo que perdiéndose en el flujo informe del agua, la pliega, la arremolina, le da tempo. Ella es la música del agua, un gorgoteo sobre un estanque.

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El agua es sin sujeto —y, por eso, sin predicado. Es solo su modo de ser, su ser-así. De allí su belleza casi ominosa: Tarkovski la entendió como nadie.

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El agua carga de tiempo a las cosas, inscribe en ellas una distancia y, a la vez, un pasaje. Con ello las convierte en imágenes. Y en esa distancia, en ese pasaje, las cosas se herrumbran, se convierten en desechos. Y el desecho es lo que está lleno de tiempo.

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El rostro del tiempo es el agua. Y la música del gorgoteo, del remolino, de la lluvia cayendo sobre el estanque indoloro que nos olvida, golpeando la ventana, de los cuerpos hundiéndose en los estanques, todo eso es la lengua del tiempo —su única lengua.

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Encontrarse reflejado en el agua, como Narciso, es encontrarse como perdido, como imaginado.

 

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